RELATOS

Una vez iniciado el movimiento supe que no habría marcha atrás, sería difícil regresar a aquello que fui. Hoy soy otro ser: curtido, compañero del esfuerzo, amante de mis kilómetros. Sólo el fin de mis días debería obligarme a parar: ese es mi pequeño sueño.

martes, 22 de febrero de 2022

LAS PROMESAS DIFERIDAS DE PELAYOS DE LA PRESA


Sinceridad

En un mundo tan empeñado en ir deprisa, ya no nos ensimisman con facilidad los largos y elaborados mensajes, de manera que, como si de comida precocinada se tratase, tendemos a devorar la información sin querer detenernos en buscar la magia. Pareciera que las poses y las luces impostadas fueran más importantes que lo que escondemos en nuestro interior, edulcorando así las situaciones en un intercambio más destinado a crear una verdad alejada de lo cierto que en mostrar nuestros auténticos sentimientos... 

Me consta que ese virus que te acabo de describir no toca, afortunadamente, a todos por igual. Además de la generalidad, aquellos que se acostumbraron a vivir bajo ese yugo, están esos pocos que se presumen inmunes a su influjo, quizá por la edad o quizá por tenerle alergia a las últimas revoluciones tecnológicas. Pero también existe un segundo grupo que bien podría balancearse en un difícil equilibrio, al saber añadir la proporción exacta de trivialidad en sus vidas. Más allá de estos, también están los "radicales"... aquellos que estuvieron enfermos y que hoy se ven curados, y que perciben esa impostura de la realidad como algo dañino, hasta el extremo de pelearse en un continuo por no volver a caer en la maraña de las redes sociales.

Quiero pensar que pertenezco a estos últimos. ¿Cómo si no podría explicarse el vacío que a veces se acomoda en mí?, el mismo que me hace sentir ajeno a casi todo, al igual que si estuviese en la piel de un extraterrestre disléxico y avanzase con el paso cambiado, al contrario del sentido de la marcha del resto de los mortales. Quizá fuese esa la razón que me llevara a dejar abandonado mi blog (él que nunca tuvo culpa alguna); el caso es que, abandonada la vía de desahogo que es la escritura, fue Mercedes la que quedó condenada al martilleo de mis pesadumbres en sus oídos, siempre atenta, por muy gris que resultase aquello que dejase salir de mis labios, demostrándome así su incondicional atadura, la incondicional y extraña conexión de eso que llamamos amor.

Así pues, lector, permíteme que te advierta que voy a ralentizarlo todo en una demora aburrida y descompasada. Tendrás que disculpar toda esa sequía diferida que te verteré a través de esta comunicación. Nada tendrá que ver con la inmediatez, las ocurrencias o ese mundo lleno de sorpresas que siempre puedes hallar en el universo de los WhatsApp, Instagram o TikTok. Acotaré la redacción guiado por medio mis antojos y sin sopesar posibles críticas; a cambio, rehuiré al "me gusta". Tenlo en cuenta, me tomaré esas licencias y me mostraré tal y como soy... al desnudo.

Hubo un día en que nuestros sentimientos viajaba en celulosa previamente encerrada en sobres. En esas ricas misivas, y en su ritual correspondiente, nos dejábamos el alma, del mismo modo que nos desgañitábamos a través de esos enfrentamientos dialécticos que, en el cara a cara, a corazón abierto, nos desarmaban y dejaban escapar al yo más sincero. No obstante, los tiempos han cambiado... ¿Lo han hecho para bien?

Multitudes

Se nubla la filosofía y pasamos a la acción... Huir de las masas. Eso pretendíamos aquel sábado soleado de finales de noviembre. Para conseguirlo, nos acercábamos a San Martín de Valdeiglesias, un bonito municipio madrileño próximo a la localidad donde tendría lugar la carrera: Pelayos de la Presa. Era tal nuestra ilusión, que viajamos hacia allí con los ojos encendidos y deseosos de aparcar por unas horas la absorbente rutina. No obstante, pronto comprobaríamos que, para nuestro infortunio, que el pueblo andaba engalanado en las celebraciones del día de su patrón, San Martín de Tours, viéndonos así en las antípodas del sosiego. De ahí que nos invadiese la ansiedad, no en vano veíamos imposible simultanear una más que deseada charla íntima y el deleite de saborear un plato del lugar. Lejos de todo eso, nos obsequiaron con una larga espera entre los murmullos de la multitud y, de esta inesperada manera, dejamos de ser los dueños de nuestro tiempo....

No quiero tener prisa, así que suavizo la demora imitando a Luis Laguna Sampere, mi alter ego escritor, y hago lo que le recomendase su terapeuta argentino, Mauricio Zanneti: me quedo con la mirada fija en un punto del techo, en mi caso, una grieta en la estructura metálica de esa terraza; trato así de vaciar mi mente para conseguir la tranquilidad necesaria, en definitiva, busco escapar de aquel descontrol.

 —Si no nos dan de comer a las tres comeremos a las cuatro —le digo a Merche con una sonrisa que parece sincera, aunque por dentro tenga algo de terapéutica.

Y es que el "Descendiente del Cromañón" se pasa media vida pretendiendo... desea tenerlo todo bajo control. No es fácil luchar contra ese gen perdido, y lo digo yo que llevo tiempo esmerado en ello. Así pues, ese sábado y parte del domingo, me pondré a prueba tratando de apartar de mi esos pensamientos que me despistan del disfrute de la compañía de la mujer que quiero.

Tras la comida, estiramos un poco las piernas y buscamos la casa donde nos alojaremos. El simple hecho de caminar sin prisa ya cura, aunque, más sanador es, si cabe, el reposo en el sofá, al lado de una sugerente estufa de leña. Logrado el descanso, salimos de nuevo a la calle y damos un segundo paseo, este más largo y pausado; lo hacemos cogidos de la mano, improvisando el itinerario, hasta dejar que la providencia nos lleve derechos a una chocolatería artesanal, sin lugar a dudas, el sitio  que deseábamos hallar. Allí echamos el resto, recogiendo un montón de calorías que nos entran con forma de sonrisa, si bien sabemos que, al día siguiente, no cabrá más remedio que expulsarlas de golpe, a base de esfuerzo. Para culminar la velada, nos preparamos un selectivo ágape. Nuestro plan es tan poco original como efectivo: recogernos en la casa y cenar plácidamente, con el televisor apagado y sin ningún ruido de fondo.

Reminiscencia

Hubo un momento de mi pasado en el que yo fui otro. Sin embargo, un buen día, la serendipia, o quizás las Moiras, me condujeron a un estadio de llana felicidad. Así fue el día en el que me Mercedes se cruzó en mi camino. A partir de ahí, anduvimos juntos, sin mirar atrás, hasta que, de nuevo, sufrimos una segunda catarsis, al descubrir, al unísono, nuestra pasión por el movimiento. De esta guisa, nos vimos en un tobogán de emociones y bendecidos por unas vivencias que hoy, todavía, continúan. Mas, han pasado los años y ya no resulta tan fácil como antes; ahora, el hecho de arrancar las zancadas es todo un empeño, por mucho que lo de seguir haciendo esto que tanto nos gusta nos de un bonus extra de satisfacción.

No obstante, los años suelen venir acompañados de todas esas reminiscencias que tienden a convertirse en añoranzas, con el añadido de que, en mi caso, la memoria es más despierta de lo que mi conciencia querría, por lo que me veo invitado, una y otra vez, a comprobar la involución mi cuerpo, el cual se halla inmerso en ese lógico y franco proceso de regresión. Así ha de ser... ley de vida... ya no floto a ritmo de zancadas por las pavimentadas calles de Roma, aunque, no por ello, voy a dejar de seguir moviéndome.

Pues bien, en la madrugada del sábado al domingo no puedo dormir... me hallo sumido en todo ese revoltijo de cavilaciones, hasta que la vigilia se apiada de mi y logro conciliar el sueño, abandonando todos esos anhelos envueltos en telarañas. Lo último que pienso antes de cerrar los ojos, es que he de dar las gracias porque, al menos, Mercedes y un servidor, aún conservamos la inquietud, dispuestos a seguir metiéndonos en líos, esos que llamamos, impropiamente, aventuras.

Reencuentro

El día que descubrí la montaña lo hice de puntillas. Mi primera experiencia fue un tanto extraña... No terminé de encajar eso de tener que ascender, a cuatro patas, entre las rocas, yo que estaba ávido de ritmos, mediciones y asfalto. Sin embargo, de manera encubierta, debió sonar un clic en alguna parte de mi interior, porque en el transcurso de las semanas siguientes, me vi seducido por la naturaleza y todo lo que ella conlleva, hasta el extremo de que, hoy en día, no quiero otra cosa para mis piernas. Sí, así es, lo tenemos bien interiorizado, el de correr por todos esos parajes que antaño me hubieran parecido lugares prohibidos. Esa magia hay que perpetuarla hasta que nuestros cuerpos aguanten...

Nos montamos en el viejo Toyota y vamos hasta Pelayos. Seguimos el protocolo, aparcando en la zona habilitada y, sin previo aviso nos azota toda esa adrenalina que fluye en al aire, en los prolegómenos de un trail. En esta ocasión, esos estímulos flotan sobre la superficie de una tierra sobre la que nunca antes hemos pisado, bajo la premisa de una carrera de montaña (la Madrid-Segovia no cuenta en esa catalogación).

Recogemos el dorsal y tratamos de calentar por las lomas de alrededor. Las zapas me molestan, han decidido fastidiarme, de manera que, me imagino que andan amotinadas, deseando escapar de las aristas de mi fisonomía, como si se tratase de una confabulación en contra mía. E, incomprensiblemente, siento miedo, algo que no suelo experimentar. 

«Me estaré haciendo viejo». Me pregunto. Y bien debería haber caído en la cuenta que el temor es un sentimiento que suele nacer en las tripas, motivado por el instinto, de manera que, a veces, debemos escuchar a nuestro cuerpo.

No obstante, no hemos ido hasta allí para andar timoratos. Toca buscarme, reencontrar a ese corredor de montaña que pienso que llevo dentro, sin inventarme más excusas ni escarbar en más inconvenientes. Cuento con la ventaja de que no hay ánimo competitivo en mi deseo, sino tan sólo la imperiosa necesidad de hallar un disfrute que, últimamente, tiende a resultarme esquivo. Nos damos el beso de rigor y suena el pistoletazo. 

¡Cómo salen de disparados! Es incómodo sobrellevar todo ese ritmo, pero no queda más remedio que meterse en la pelea, aunque sea por puro contagio. 

La primera parte es de correr y correr, con toboganes verdes que nos mueven por caminos y sendas anchas. El campo está bonito, aunque yo no ande para miradas gozosas. Bastante tengo con eso de tratar de mantener mi cadencia. Hago la goma con un montón de gente, y, pese a no ir cómodo, parece que me voy asentando, hasta que, afortunadamente, me veo, de repente, totalmente solo. Lo agradezco, porque ya ha llegado la hora de interiorizar mi rutina sin fijarme en nadie más.

En esta guisa recorro un interminable camino, con unas estupendas vistas a mi izquierda. Si mi idea inicial era la de tratar de entrevistarme con ese yo que últimamente andaba escondido, ya os adelanto que no lo lograré...

Interacción

Un día fui un animal social, al que le entusiasmaba lo de establecer relaciones con otros locos como yo. No sé si lo descrito en el primer minicapítulo de esta confesión, influye en que me haya vuelto algo arisco. Estoy casi seguro que, como mínimo, algo tiene que ver. El caso es que, cuando alcanzo al compañero que llevo delante, soy fiel a mi idea previa de aislamiento, determinado a seguir en lo mío, asumiendo ese rol de tío solitario que trato de representar. Sin embargo, por alguna razón, no importa ahora cuál, acabamos charlando.

Se llama Juan, y avanzamos juntos, durante un buen rato, intercambiando lo que resultan ser nuestras primeras impresiones, hasta que interrumpimos esos visos de comunicación al llegar al puesto de avituallamiento, donde nos espera un voluntario. Desde ese punto, iniciaremos ese pequeño círculo del recorrido que nos terminará regresando al mismo punto inicial (esta frase es casi una metáfora de la vida). No llevo soft flasks esa mañana, así que saco el pequeño vaso plegable y bebo una extraña isotónica rosa, la cual me sabe a rayos, pero me reconforta (esa también podría ser otra metáfora existencial). Reanudamos la marcha en silencio, aunque me consta que, ambos, hemos decidido compartir los kilómetros que se tercien, a sabiendas de que llegará el momento en el que la carrera nos ponga a cada uno en nuestro lugar. No obstante, la conversación comienza a fluir. Lo hace de tal manera, que nos transporta hacia un instante agradable y pausado. La tranquila y apacible mañana, así como la ausencia de competidores por delante y por detrás, ayudan a que se dé esa relajación, por lo que, nos vamos contando pequeños retales de nuestro día a día, mientras avanzamos por un cortafuegos. Y entonces sale... dejo que salga el tema... le comento lo de mi libro, en ese orgullo que todo aquel que quiso ser escritor siente al contar la buena nueva de que, por fin, consiguió parir su relato. Una cosa lleva a la otra, así que, acto seguido, nos envolvemos en una breve charla sobre arte... él habla de pintura, de su padre, y en esta tesitura, nos despistamos.

 —¿Dónde demonios están las balizas? — nos preguntamos. 

Es momento de vacilaciones... quizá estemos a tiempo de dar media vuelta. En cambio, seguimos, porque el recorrido que tiene Juan grabado, nos indica que vamos por el buen camino.  Los siguientes quince minutos son de auténtica incertidumbre, ante una casi onírica vivencia que sabemos que es real, pero desconcertante, como si se hubiese ido la luz y estuviésemos buscando el interruptor, para que, justo cuando finalmente lo encontramos, lo pulsemos y nos sorprenda la continuidad de esa profusa oscuridad. Este episodio termina en el momento en que, tras girar hacia una zona frondosa, otro voluntario nos informa de nuestro extravío, al tiempo que, contrariados, iniciamos la bajada por una senda que se abre hacia un espeso bosque.

«Demasiado tarde para lamentarse. En lo que a mí respecta, he venido hasta aquí para disfrutar». Eso pienso, pero, aunque no quiera, me costará dejar de darle vueltas.

Mi compañero mete una marcha más, hasta que llegamos a una pronunciada subida, en la que se deja ver el amplio surco que la oruga mecánica ha provocado en la superficie. El tramo es duro, aunque me siento cómodo ante ese tipo de dificultades. Por ello, me empleo a fondo, para comprobar cómo ambos ascendemos a buen ritmo, adelantando a corredores, los cuales, media hora antes marchaban por detrás de nosotros. Es como si la variable tiempo se hubiese descontrolado, regresándonos hacia atrás, pese a que nosotros no hemos dejado de avanzar a través de la dimensión espacial.

Ya en una zona más amable para ese acto que es trotar, sigo a duras penas al alcalaíno, porque Juan es de Alcalá de Henares, la misma ciudad donde aprendí a reflexionar durante los largos y aburridos ratos que pasé junto a mi soledad, durante el obligado servicio militar. Él le ha tomado bien el pulso a la situación, mientras yo le sigo como puedo, sufriendo en las bajadas, pese a que éstas no sean muy técnicas. Doy pequeños saltos como si fuese un cacho de tronco rígido, mientras maldigo en silencio la falta de adaptación a las zapatillas y no dejo de sufrir el martilleo agudo en sendas rodillas. A pesar de los inconvenientes, tan sólo llego unos segundos después que él al puesto de asueto. Aún compartiremos un buen tramo, hasta que la manzana acabe cayendo por su propio peso y lo pierda de mi plano. Cuando esto ocurra, sé que me dará rabia, porque, a partir de ese punto, los segundos transcurrirán lentamente, avanzando casi tan despacio como trato de mover mi cuerpo. 

Soledad

La siguiente hora está llena de sombras, de esas que últimamente oscurecen mis carreras por la montaña. Últimamente siempre llego a la misma conclusión: busco una aventura en la que regocijarme, pero termino experimentando una de esas situaciones en las que toca tragar saliva. Las fuerzas ya están en la reserva y mis viejunas extremidades se quejan, a pesar de no llevar ni veinte kilómetros a mis espaldas. Para colmo, oteo a Juan en el horizonte y siento envidia, por no poder alcanzarle, mientras lo contemplo como va dando caza a más corredores. 

A pesar de toda esa negatividad, me crezco, para mi sorpresa, en la que va a ser la última cuesta del recorrido, hasta el punto de acercarme bastante a ese ansiado grupo. Sin embargo, al igual que un suflé que se hincha de aire, no hay más que pincharlo un poco para ver cómo se viene abajo. Toca descender por una estupenda senda: el tramo cronometrado.

«¡Pues vaya! uno ya no está para demasiado estrés». Me digo para mi adentros.

Con esa actitud, y sin fortaleza, la bajada sale como sale, más bien mal. De hecho, los de delante desaparecen de mi vista, hasta tal punto de pensar que, por segunda vez en el día, me he perdido... de hecho no veo balizas por ningún lado, tan sólo ese gran valle donde reposa Pelayos junto a su apellido, su embalse. Comienzo a tener una inusitada y desagradable ansiedad por llegar. No me gusta sentirme así, no en medio de un bonito y soleado día como ese. Sin embargo, las cosas, para el Descendiente del Cromagnon, no suelen salir tal y como él querría. En eso consiste vivir: un constante driblar obstáculos.

Cuando vuelvo a ver una baliza, respiro aliviado y me consuelo al saberme dentro del trayecto. Unos segundos después dejo de estar solo, coincidiendo con la empática sonrisa de la gente que corre la corta. También me roza algún que otro corredor de la larga que me pasa sin piedad. Me dirijo hacia una meta que nunca llega, y el tiempo me pone cara de ogro haciéndose eterno. Durante esos minutos me veo como un tonto que se traslada en un sinsentido, bajo la premisa de un sufrimiento absurdo. El hecho de oír al speaker a lo lejos, me saca de ese malestar, llevándome al terreno de una simple ilusión por finiquitar, sin embargo, es como si el viento soplase fuerte sobre mi cara y aquella megafonía estuviese más lejos de lo que el sonido me indica, porque sigo viendo árboles y más árboles, sin noticias aún del ansiado arco hinchable. Pero no hay pena que cien años dure ni cuerpo que la resista: llegado el momento de enfilar hacia meta, hallo un regocijante regusto en ese acto, por el simple mecanismo de compensación que siempre troca malestar por descanso.

Al detenerme, me quedo dubitativo a la vez que mareado… no sé si echarme al suelo, sentarme o permanecer de pie. En cualquier caso, estaré incómodo en cualquiera de las tres posturas. Aguanto en vertical, aunque lo hago a duras penas. Si me lo hubieran preguntado en ese momento, habría dicho que venía de correr, al menos, ciento treinta kilómetros. Así me siento. Me duelen los pies, estoy tan agarrotado que no sé dónde empiezan mis caderas y terminan mis tobillos. A pesar de ello, me traslado como puedo hacia el coche, pensando que pese a haber terminado la carrera, el sufrimiento continúa. 

Afortunadamente, conforme pasan los minutos, el cuerpo se va regresando al envés. Mientras me estoy cambiando, aparece el bueno de Juan. Charlamos sobre la experiencia y nos felicitamos, yo le digo que escribiré esta crónica y con ese acto hipoteco la intención. En cambio, no llego a decirle que me me hubiera gustado haber tenido arrestos para haber aguantado su ritmo hasta el final, que sentí envidia. En cualquier caso, se lo digo ahora.

Durante el lapso de minutos en el que tocará esperar a Mercedes ato cabos: me siento como si fuese el esqueleto del que cuelgan mis vacilaciones. A lo largo de todo ese fin de semana no he dejado de tener proyecciones y pensamientos que me llevaban hacia ese final, a ese allí y ese entonces. Como si estuviese escrito.

Reconstrucción

Finalmente termina saliendo mi gen competitivo. Es difícil resistirse a la pregunta.

—¿Cómo me he quedado?... Francisco Javier Ayuso Mestanza —le pregunto al de la mesa de cronometraje.

—Cuarto Veterano B.

La respuesta no me desmoraliza lo suficiente, porque en seguida pienso en esos quince minutos en los que anduvimos extraviados... no cambiaría aquella conversación, aquel sosegado buen rato, por un desangelado y frío cajón en el que lavar mi ego.

Merche llega sonriente, como siempre, y logra el premio a su tesón. De nuevo se vuelve a subir al pódium. Los macarrones no me reconstruyen el estómago, ni tampoco mi mente se ordena lo suficiente. Es, como casi siempre, Mercedes y su sonrisa, la que me devuelve a un estado más positivo, porque ella tiene el don de sacar lo mejor de mí. 

En el viaje de vuelta, pienso que no sabría decir si, finalmente, logramos escapar de aquello de lo que huíamos. En cualquier caso, las endorfinas ya están trabajando para nosotros y, nos hacen sentir tan bien, que el trayecto de vuelta se convierte en un plácido viaje.  

Querido lector, estoy llegando al final. Como decía al principio, me he tomado la licencia de ralentizar la respuesta. Han pasado tres meses de todo esto que he narrado. Sí, creo que llevas razón, he edulcorado un poco lo sucedido, pero, lo hice en aras de la literatura. Aunque, sobre todo, con estas líneas cumplí con lo prometido y, de paso, reabrí este blog. 

Ahora, aquí sentado, delante de mi ordenador, pienso:

«¿Quién demonios leerá estas líneas?»

Un servidor lo hará al servicio de la elaboración y corrección de su propia escritura... Merche la repasará por amor... y Juan, quizá pose en ellas sus ojos por alusiones o por curiosidad. En cuanto al resto del mundo, por mí parte puede seguir a lo suyo, que no espero que se enganchen a las vicisitudes entre montes de un aprendiz a escritor cuyas piernas están dejando de funcionar.

 

2 comentarios :

  1. Soy de Alcalá de Henares y amigo de Juan. Siempre se agradece leer este tipo de relatos, y estoy seguro que todavía te quedan muchos por contar. Saludos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu comentario. Un acicate para eso de seguir escribiendo

      Eliminar