RELATOS

Una vez iniciado el movimiento supe que no habría marcha atrás, sería difícil regresar a aquello que fui. Hoy soy otro ser: curtido, compañero del esfuerzo, amante de mis kilómetros. Sólo el fin de mis días debería obligarme a parar: ese es mi pequeño sueño.

martes, 22 de febrero de 2022

LAS PROMESAS DIFERIDAS DE PELAYOS DE LA PRESA


Sinceridad

En un mundo tan empeñado en ir deprisa, ya no nos ensimisman con facilidad los largos y elaborados mensajes, de manera que, como si de comida precocinada se tratase, tendemos a devorar la información sin querer detenernos en buscar la magia. Pareciera que las poses y las luces impostadas fueran más importantes que lo que escondemos en nuestro interior, edulcorando así las situaciones en un intercambio más destinado a crear una verdad alejada de lo cierto que en mostrar nuestros auténticos sentimientos... 

Me consta que ese virus que te acabo de describir no toca, afortunadamente, a todos por igual. Además de la generalidad, aquellos que se acostumbraron a vivir bajo ese yugo, están esos pocos que se presumen inmunes a su influjo, quizá por la edad o quizá por tenerle alergia a las últimas revoluciones tecnológicas. Pero también existe un segundo grupo que bien podría balancearse en un difícil equilibrio, al saber añadir la proporción exacta de trivialidad en sus vidas. Más allá de estos, también están los "radicales"... aquellos que estuvieron enfermos y que hoy se ven curados, y que perciben esa impostura de la realidad como algo dañino, hasta el extremo de pelearse en un continuo por no volver a caer en la maraña de las redes sociales.

Quiero pensar que pertenezco a estos últimos. ¿Cómo si no podría explicarse el vacío que a veces se acomoda en mí?, el mismo que me hace sentir ajeno a casi todo, al igual que si estuviese en la piel de un extraterrestre disléxico y avanzase con el paso cambiado, al contrario del sentido de la marcha del resto de los mortales. Quizá fuese esa la razón que me llevara a dejar abandonado mi blog (él que nunca tuvo culpa alguna); el caso es que, abandonada la vía de desahogo que es la escritura, fue Mercedes la que quedó condenada al martilleo de mis pesadumbres en sus oídos, siempre atenta, por muy gris que resultase aquello que dejase salir de mis labios, demostrándome así su incondicional atadura, la incondicional y extraña conexión de eso que llamamos amor.

Así pues, lector, permíteme que te advierta que voy a ralentizarlo todo en una demora aburrida y descompasada. Tendrás que disculpar toda esa sequía diferida que te verteré a través de esta comunicación. Nada tendrá que ver con la inmediatez, las ocurrencias o ese mundo lleno de sorpresas que siempre puedes hallar en el universo de los WhatsApp, Instagram o TikTok. Acotaré la redacción guiado por medio mis antojos y sin sopesar posibles críticas; a cambio, rehuiré al "me gusta". Tenlo en cuenta, me tomaré esas licencias y me mostraré tal y como soy... al desnudo.

Hubo un día en que nuestros sentimientos viajaba en celulosa previamente encerrada en sobres. En esas ricas misivas, y en su ritual correspondiente, nos dejábamos el alma, del mismo modo que nos desgañitábamos a través de esos enfrentamientos dialécticos que, en el cara a cara, a corazón abierto, nos desarmaban y dejaban escapar al yo más sincero. No obstante, los tiempos han cambiado... ¿Lo han hecho para bien?

Multitudes

Se nubla la filosofía y pasamos a la acción... Huir de las masas. Eso pretendíamos aquel sábado soleado de finales de noviembre. Para conseguirlo, nos acercábamos a San Martín de Valdeiglesias, un bonito municipio madrileño próximo a la localidad donde tendría lugar la carrera: Pelayos de la Presa. Era tal nuestra ilusión, que viajamos hacia allí con los ojos encendidos y deseosos de aparcar por unas horas la absorbente rutina. No obstante, pronto comprobaríamos que, para nuestro infortunio, que el pueblo andaba engalanado en las celebraciones del día de su patrón, San Martín de Tours, viéndonos así en las antípodas del sosiego. De ahí que nos invadiese la ansiedad, no en vano veíamos imposible simultanear una más que deseada charla íntima y el deleite de saborear un plato del lugar. Lejos de todo eso, nos obsequiaron con una larga espera entre los murmullos de la multitud y, de esta inesperada manera, dejamos de ser los dueños de nuestro tiempo....

No quiero tener prisa, así que suavizo la demora imitando a Luis Laguna Sampere, mi alter ego escritor, y hago lo que le recomendase su terapeuta argentino, Mauricio Zanneti: me quedo con la mirada fija en un punto del techo, en mi caso, una grieta en la estructura metálica de esa terraza; trato así de vaciar mi mente para conseguir la tranquilidad necesaria, en definitiva, busco escapar de aquel descontrol.

 —Si no nos dan de comer a las tres comeremos a las cuatro —le digo a Merche con una sonrisa que parece sincera, aunque por dentro tenga algo de terapéutica.

Y es que el "Descendiente del Cromañón" se pasa media vida pretendiendo... desea tenerlo todo bajo control. No es fácil luchar contra ese gen perdido, y lo digo yo que llevo tiempo esmerado en ello. Así pues, ese sábado y parte del domingo, me pondré a prueba tratando de apartar de mi esos pensamientos que me despistan del disfrute de la compañía de la mujer que quiero.

Tras la comida, estiramos un poco las piernas y buscamos la casa donde nos alojaremos. El simple hecho de caminar sin prisa ya cura, aunque, más sanador es, si cabe, el reposo en el sofá, al lado de una sugerente estufa de leña. Logrado el descanso, salimos de nuevo a la calle y damos un segundo paseo, este más largo y pausado; lo hacemos cogidos de la mano, improvisando el itinerario, hasta dejar que la providencia nos lleve derechos a una chocolatería artesanal, sin lugar a dudas, el sitio  que deseábamos hallar. Allí echamos el resto, recogiendo un montón de calorías que nos entran con forma de sonrisa, si bien sabemos que, al día siguiente, no cabrá más remedio que expulsarlas de golpe, a base de esfuerzo. Para culminar la velada, nos preparamos un selectivo ágape. Nuestro plan es tan poco original como efectivo: recogernos en la casa y cenar plácidamente, con el televisor apagado y sin ningún ruido de fondo.

Reminiscencia

Hubo un momento de mi pasado en el que yo fui otro. Sin embargo, un buen día, la serendipia, o quizás las Moiras, me condujeron a un estadio de llana felicidad. Así fue el día en el que me Mercedes se cruzó en mi camino. A partir de ahí, anduvimos juntos, sin mirar atrás, hasta que, de nuevo, sufrimos una segunda catarsis, al descubrir, al unísono, nuestra pasión por el movimiento. De esta guisa, nos vimos en un tobogán de emociones y bendecidos por unas vivencias que hoy, todavía, continúan. Mas, han pasado los años y ya no resulta tan fácil como antes; ahora, el hecho de arrancar las zancadas es todo un empeño, por mucho que lo de seguir haciendo esto que tanto nos gusta nos de un bonus extra de satisfacción.

No obstante, los años suelen venir acompañados de todas esas reminiscencias que tienden a convertirse en añoranzas, con el añadido de que, en mi caso, la memoria es más despierta de lo que mi conciencia querría, por lo que me veo invitado, una y otra vez, a comprobar la involución mi cuerpo, el cual se halla inmerso en ese lógico y franco proceso de regresión. Así ha de ser... ley de vida... ya no floto a ritmo de zancadas por las pavimentadas calles de Roma, aunque, no por ello, voy a dejar de seguir moviéndome.

Pues bien, en la madrugada del sábado al domingo no puedo dormir... me hallo sumido en todo ese revoltijo de cavilaciones, hasta que la vigilia se apiada de mi y logro conciliar el sueño, abandonando todos esos anhelos envueltos en telarañas. Lo último que pienso antes de cerrar los ojos, es que he de dar las gracias porque, al menos, Mercedes y un servidor, aún conservamos la inquietud, dispuestos a seguir metiéndonos en líos, esos que llamamos, impropiamente, aventuras.

Reencuentro

El día que descubrí la montaña lo hice de puntillas. Mi primera experiencia fue un tanto extraña... No terminé de encajar eso de tener que ascender, a cuatro patas, entre las rocas, yo que estaba ávido de ritmos, mediciones y asfalto. Sin embargo, de manera encubierta, debió sonar un clic en alguna parte de mi interior, porque en el transcurso de las semanas siguientes, me vi seducido por la naturaleza y todo lo que ella conlleva, hasta el extremo de que, hoy en día, no quiero otra cosa para mis piernas. Sí, así es, lo tenemos bien interiorizado, el de correr por todos esos parajes que antaño me hubieran parecido lugares prohibidos. Esa magia hay que perpetuarla hasta que nuestros cuerpos aguanten...

Nos montamos en el viejo Toyota y vamos hasta Pelayos. Seguimos el protocolo, aparcando en la zona habilitada y, sin previo aviso nos azota toda esa adrenalina que fluye en al aire, en los prolegómenos de un trail. En esta ocasión, esos estímulos flotan sobre la superficie de una tierra sobre la que nunca antes hemos pisado, bajo la premisa de una carrera de montaña (la Madrid-Segovia no cuenta en esa catalogación).

Recogemos el dorsal y tratamos de calentar por las lomas de alrededor. Las zapas me molestan, han decidido fastidiarme, de manera que, me imagino que andan amotinadas, deseando escapar de las aristas de mi fisonomía, como si se tratase de una confabulación en contra mía. E, incomprensiblemente, siento miedo, algo que no suelo experimentar. 

«Me estaré haciendo viejo». Me pregunto. Y bien debería haber caído en la cuenta que el temor es un sentimiento que suele nacer en las tripas, motivado por el instinto, de manera que, a veces, debemos escuchar a nuestro cuerpo.

No obstante, no hemos ido hasta allí para andar timoratos. Toca buscarme, reencontrar a ese corredor de montaña que pienso que llevo dentro, sin inventarme más excusas ni escarbar en más inconvenientes. Cuento con la ventaja de que no hay ánimo competitivo en mi deseo, sino tan sólo la imperiosa necesidad de hallar un disfrute que, últimamente, tiende a resultarme esquivo. Nos damos el beso de rigor y suena el pistoletazo. 

¡Cómo salen de disparados! Es incómodo sobrellevar todo ese ritmo, pero no queda más remedio que meterse en la pelea, aunque sea por puro contagio. 

La primera parte es de correr y correr, con toboganes verdes que nos mueven por caminos y sendas anchas. El campo está bonito, aunque yo no ande para miradas gozosas. Bastante tengo con eso de tratar de mantener mi cadencia. Hago la goma con un montón de gente, y, pese a no ir cómodo, parece que me voy asentando, hasta que, afortunadamente, me veo, de repente, totalmente solo. Lo agradezco, porque ya ha llegado la hora de interiorizar mi rutina sin fijarme en nadie más.

En esta guisa recorro un interminable camino, con unas estupendas vistas a mi izquierda. Si mi idea inicial era la de tratar de entrevistarme con ese yo que últimamente andaba escondido, ya os adelanto que no lo lograré...

Interacción

Un día fui un animal social, al que le entusiasmaba lo de establecer relaciones con otros locos como yo. No sé si lo descrito en el primer minicapítulo de esta confesión, influye en que me haya vuelto algo arisco. Estoy casi seguro que, como mínimo, algo tiene que ver. El caso es que, cuando alcanzo al compañero que llevo delante, soy fiel a mi idea previa de aislamiento, determinado a seguir en lo mío, asumiendo ese rol de tío solitario que trato de representar. Sin embargo, por alguna razón, no importa ahora cuál, acabamos charlando.

Se llama Juan, y avanzamos juntos, durante un buen rato, intercambiando lo que resultan ser nuestras primeras impresiones, hasta que interrumpimos esos visos de comunicación al llegar al puesto de avituallamiento, donde nos espera un voluntario. Desde ese punto, iniciaremos ese pequeño círculo del recorrido que nos terminará regresando al mismo punto inicial (esta frase es casi una metáfora de la vida). No llevo soft flasks esa mañana, así que saco el pequeño vaso plegable y bebo una extraña isotónica rosa, la cual me sabe a rayos, pero me reconforta (esa también podría ser otra metáfora existencial). Reanudamos la marcha en silencio, aunque me consta que, ambos, hemos decidido compartir los kilómetros que se tercien, a sabiendas de que llegará el momento en el que la carrera nos ponga a cada uno en nuestro lugar. No obstante, la conversación comienza a fluir. Lo hace de tal manera, que nos transporta hacia un instante agradable y pausado. La tranquila y apacible mañana, así como la ausencia de competidores por delante y por detrás, ayudan a que se dé esa relajación, por lo que, nos vamos contando pequeños retales de nuestro día a día, mientras avanzamos por un cortafuegos. Y entonces sale... dejo que salga el tema... le comento lo de mi libro, en ese orgullo que todo aquel que quiso ser escritor siente al contar la buena nueva de que, por fin, consiguió parir su relato. Una cosa lleva a la otra, así que, acto seguido, nos envolvemos en una breve charla sobre arte... él habla de pintura, de su padre, y en esta tesitura, nos despistamos.

 —¿Dónde demonios están las balizas? — nos preguntamos. 

Es momento de vacilaciones... quizá estemos a tiempo de dar media vuelta. En cambio, seguimos, porque el recorrido que tiene Juan grabado, nos indica que vamos por el buen camino.  Los siguientes quince minutos son de auténtica incertidumbre, ante una casi onírica vivencia que sabemos que es real, pero desconcertante, como si se hubiese ido la luz y estuviésemos buscando el interruptor, para que, justo cuando finalmente lo encontramos, lo pulsemos y nos sorprenda la continuidad de esa profusa oscuridad. Este episodio termina en el momento en que, tras girar hacia una zona frondosa, otro voluntario nos informa de nuestro extravío, al tiempo que, contrariados, iniciamos la bajada por una senda que se abre hacia un espeso bosque.

«Demasiado tarde para lamentarse. En lo que a mí respecta, he venido hasta aquí para disfrutar». Eso pienso, pero, aunque no quiera, me costará dejar de darle vueltas.

Mi compañero mete una marcha más, hasta que llegamos a una pronunciada subida, en la que se deja ver el amplio surco que la oruga mecánica ha provocado en la superficie. El tramo es duro, aunque me siento cómodo ante ese tipo de dificultades. Por ello, me empleo a fondo, para comprobar cómo ambos ascendemos a buen ritmo, adelantando a corredores, los cuales, media hora antes marchaban por detrás de nosotros. Es como si la variable tiempo se hubiese descontrolado, regresándonos hacia atrás, pese a que nosotros no hemos dejado de avanzar a través de la dimensión espacial.

Ya en una zona más amable para ese acto que es trotar, sigo a duras penas al alcalaíno, porque Juan es de Alcalá de Henares, la misma ciudad donde aprendí a reflexionar durante los largos y aburridos ratos que pasé junto a mi soledad, durante el obligado servicio militar. Él le ha tomado bien el pulso a la situación, mientras yo le sigo como puedo, sufriendo en las bajadas, pese a que éstas no sean muy técnicas. Doy pequeños saltos como si fuese un cacho de tronco rígido, mientras maldigo en silencio la falta de adaptación a las zapatillas y no dejo de sufrir el martilleo agudo en sendas rodillas. A pesar de los inconvenientes, tan sólo llego unos segundos después que él al puesto de asueto. Aún compartiremos un buen tramo, hasta que la manzana acabe cayendo por su propio peso y lo pierda de mi plano. Cuando esto ocurra, sé que me dará rabia, porque, a partir de ese punto, los segundos transcurrirán lentamente, avanzando casi tan despacio como trato de mover mi cuerpo. 

Soledad

La siguiente hora está llena de sombras, de esas que últimamente oscurecen mis carreras por la montaña. Últimamente siempre llego a la misma conclusión: busco una aventura en la que regocijarme, pero termino experimentando una de esas situaciones en las que toca tragar saliva. Las fuerzas ya están en la reserva y mis viejunas extremidades se quejan, a pesar de no llevar ni veinte kilómetros a mis espaldas. Para colmo, oteo a Juan en el horizonte y siento envidia, por no poder alcanzarle, mientras lo contemplo como va dando caza a más corredores. 

A pesar de toda esa negatividad, me crezco, para mi sorpresa, en la que va a ser la última cuesta del recorrido, hasta el punto de acercarme bastante a ese ansiado grupo. Sin embargo, al igual que un suflé que se hincha de aire, no hay más que pincharlo un poco para ver cómo se viene abajo. Toca descender por una estupenda senda: el tramo cronometrado.

«¡Pues vaya! uno ya no está para demasiado estrés». Me digo para mi adentros.

Con esa actitud, y sin fortaleza, la bajada sale como sale, más bien mal. De hecho, los de delante desaparecen de mi vista, hasta tal punto de pensar que, por segunda vez en el día, me he perdido... de hecho no veo balizas por ningún lado, tan sólo ese gran valle donde reposa Pelayos junto a su apellido, su embalse. Comienzo a tener una inusitada y desagradable ansiedad por llegar. No me gusta sentirme así, no en medio de un bonito y soleado día como ese. Sin embargo, las cosas, para el Descendiente del Cromagnon, no suelen salir tal y como él querría. En eso consiste vivir: un constante driblar obstáculos.

Cuando vuelvo a ver una baliza, respiro aliviado y me consuelo al saberme dentro del trayecto. Unos segundos después dejo de estar solo, coincidiendo con la empática sonrisa de la gente que corre la corta. También me roza algún que otro corredor de la larga que me pasa sin piedad. Me dirijo hacia una meta que nunca llega, y el tiempo me pone cara de ogro haciéndose eterno. Durante esos minutos me veo como un tonto que se traslada en un sinsentido, bajo la premisa de un sufrimiento absurdo. El hecho de oír al speaker a lo lejos, me saca de ese malestar, llevándome al terreno de una simple ilusión por finiquitar, sin embargo, es como si el viento soplase fuerte sobre mi cara y aquella megafonía estuviese más lejos de lo que el sonido me indica, porque sigo viendo árboles y más árboles, sin noticias aún del ansiado arco hinchable. Pero no hay pena que cien años dure ni cuerpo que la resista: llegado el momento de enfilar hacia meta, hallo un regocijante regusto en ese acto, por el simple mecanismo de compensación que siempre troca malestar por descanso.

Al detenerme, me quedo dubitativo a la vez que mareado… no sé si echarme al suelo, sentarme o permanecer de pie. En cualquier caso, estaré incómodo en cualquiera de las tres posturas. Aguanto en vertical, aunque lo hago a duras penas. Si me lo hubieran preguntado en ese momento, habría dicho que venía de correr, al menos, ciento treinta kilómetros. Así me siento. Me duelen los pies, estoy tan agarrotado que no sé dónde empiezan mis caderas y terminan mis tobillos. A pesar de ello, me traslado como puedo hacia el coche, pensando que pese a haber terminado la carrera, el sufrimiento continúa. 

Afortunadamente, conforme pasan los minutos, el cuerpo se va regresando al envés. Mientras me estoy cambiando, aparece el bueno de Juan. Charlamos sobre la experiencia y nos felicitamos, yo le digo que escribiré esta crónica y con ese acto hipoteco la intención. En cambio, no llego a decirle que me me hubiera gustado haber tenido arrestos para haber aguantado su ritmo hasta el final, que sentí envidia. En cualquier caso, se lo digo ahora.

Durante el lapso de minutos en el que tocará esperar a Mercedes ato cabos: me siento como si fuese el esqueleto del que cuelgan mis vacilaciones. A lo largo de todo ese fin de semana no he dejado de tener proyecciones y pensamientos que me llevaban hacia ese final, a ese allí y ese entonces. Como si estuviese escrito.

Reconstrucción

Finalmente termina saliendo mi gen competitivo. Es difícil resistirse a la pregunta.

—¿Cómo me he quedado?... Francisco Javier Ayuso Mestanza —le pregunto al de la mesa de cronometraje.

—Cuarto Veterano B.

La respuesta no me desmoraliza lo suficiente, porque en seguida pienso en esos quince minutos en los que anduvimos extraviados... no cambiaría aquella conversación, aquel sosegado buen rato, por un desangelado y frío cajón en el que lavar mi ego.

Merche llega sonriente, como siempre, y logra el premio a su tesón. De nuevo se vuelve a subir al pódium. Los macarrones no me reconstruyen el estómago, ni tampoco mi mente se ordena lo suficiente. Es, como casi siempre, Mercedes y su sonrisa, la que me devuelve a un estado más positivo, porque ella tiene el don de sacar lo mejor de mí. 

En el viaje de vuelta, pienso que no sabría decir si, finalmente, logramos escapar de aquello de lo que huíamos. En cualquier caso, las endorfinas ya están trabajando para nosotros y, nos hacen sentir tan bien, que el trayecto de vuelta se convierte en un plácido viaje.  

Querido lector, estoy llegando al final. Como decía al principio, me he tomado la licencia de ralentizar la respuesta. Han pasado tres meses de todo esto que he narrado. Sí, creo que llevas razón, he edulcorado un poco lo sucedido, pero, lo hice en aras de la literatura. Aunque, sobre todo, con estas líneas cumplí con lo prometido y, de paso, reabrí este blog. 

Ahora, aquí sentado, delante de mi ordenador, pienso:

«¿Quién demonios leerá estas líneas?»

Un servidor lo hará al servicio de la elaboración y corrección de su propia escritura... Merche la repasará por amor... y Juan, quizá pose en ellas sus ojos por alusiones o por curiosidad. En cuanto al resto del mundo, por mí parte puede seguir a lo suyo, que no espero que se enganchen a las vicisitudes entre montes de un aprendiz a escritor cuyas piernas están dejando de funcionar.

 

miércoles, 9 de febrero de 2022

LOS ESPEJISMO DE OTOÑO

Prólogo

Si entramos en la página de la RAE y tecleamos "espejismo", nos encontramos con las siguientes acepciones:

  • Ilusión óptica debida a la reflexión total de la luz al atravesar capas de aire caliente de diferente densidad, lo cual provoca la percepción de la imagen invertida de objetos lejanos, como si se reflejasen en el agua.
  • Imagen, representación o realidad engañosa e ilusoria.

En el caso que me ocupa, me querría centrar en la segunda definición... Cuando allá por julio publiqué aquella solitaria entrada en la que trataba de dejar bien claras mis intenciones de volver a escribir, estaba generando un espejismo. La realidad es tozuda: ha transcurrido más de medio año y, en éste que fue mi hogar, ha ido acumulándose el polvo, a la vez que crecían las telarañas.

En fin... más allá de la constatación de esa evidencia, hoy vuelvo a usar la pluma por estos lares (que por otros no ha dejado de trabajar para mí). Lo hago a modo de somero resumen de todas las cosas del correr (la mayoría no tan gratas como me hubiera gustado), las cuales nos han acontecido desde aquel tiempo a esta parte. Uno hace de la capa un sayo, de manera que se acostumbra a sobrellevar ese desaliento que surge cuando su ego no se ve bien alimentado. Lo cierto y verdad es que, el pasado dos mil veintiuno resultó ser mil veces más aciago que insulso, hasta el punto de que, si a principios del pasado verano había visos de enmienda, ésta se terminó diluyendo, convirtiéndose en el enésimo intento bajo pena de exilio al limbo de los anhelos. Por no fustigarme tanto, diría que, al menos, no dejé de correr, aunque sólo lo hiciera a medio gas y por inercia. Ya sabemos cómo se las gasta la actividad física cuando llegas a una cierta edad y te da por buscar los límites, para tratar de averiguar hasta donde te puede llevar tu viejo organismo.

En cualquier caso, dejándome de tantas lamentaciones y yendo a lo mollar, llegaron esos impostados retos, y les pongo ese adjetivo porque eran más de Merche que míos. A través de esa corriente en la que me dejé llevar, aquellos obstáculos, los cuales se nos irían presentando en cadena, acabaron convirtiéndose en auténticos "marrones".

La segunda de la cuatrilogía: Trail Weekend de Santiago-Pontones (56 kilómetros) 11-09-2021

Merche se introdujo en ese oscuro túnel, el segundo de la cuatrilogía de herramientas para el autocastigo en las que estábamos inscritos para ese año en cuestión. Si en mayo, la mal llamada Maratón de Bosques del Sur, con sus casi cincuenta kilómetros, nos había dejado un buen regusto en el paladar (demasiado dulce a tenor de los méritos acumulados), la dura prueba de 56 kilómetros que nos proponían entre Pontones y Santiago de la Espada, sería la ocasión perfecta para amargarme con el valor doble, digno de toda compensación.

Como quien se engaña haciéndose una trampa al solitario, llegábamos ambos sin ritmo de competición, es decir, encomendados a la Virgen de los Desamparados. No todo iba a ser malo: el ambiente que se respiraba aquel viernes por la tarde en las inmediaciones de meta y, sobre todo, el privilegio de poder conocer en persona a Jesús Cózar y a su hermano Antonio, miembros de la organización, ya justificaron nuestro viaje hasta ese precioso y recóndito rincón de la Sierra de Segura. Con ellos dos, entre otros, echamos un buen rato entre cervezas y tapas, a las cuales nos invitaron, haciéndonos sentir, desde el minuto uno, como en casa. En esta guisa, me dio por bromear elucubrando con la posibilidad de que, en el avituallamiento de Marchena, puesto en el que estaría el bueno de Jesús, un servidor se quedaría tirado sin poder proseguir... acerté de pleno en el vaticinio.

Aquel sábado amanece muy bueno, nos trasladan en autobús a Pontones y, tras calentar bien poquito, aunque sin habernos olvidado de saludar a un montón de gente conocida, suena el pistoletazo, de manera que, en seguida, nos vemos atareados con la encomienda de tratar de seguir el ritmo de la gente, que pensamos que se conduce como loca. Decido reservarme, pero eso no es más que una tergiversación, porque la auténtica verdad es que no puedo ir mucho más rápido.

Resumo el tiempo y las imágenes que se asocian a la preciosa senda que lleva a Poyotello, la consiguiente bajada a la Cueva del Agua o el verde discurrir por la zona de un incipiente y joven río Segura. Tan sólo me centro en deciros que todos esos parajes los recorro en un quiero y no puedo, con total ausencia de buenas sensaciones y obligado a rezar, mirando hacia el cielo, para que algo o alguien haga que las cosas mejoren. Como si me hubieran escuchado, desde el avituallamiento de La Toba, justo donde comienza la subida al imponente calar donde estará el siguiente puesto de asueto, me siento, repentinamente, otro distinto, a pesar de estar atravesando la parte del recorrido más dura. Corro todo lo que puedo, obviando la pendiente, hasta alcanzar a José María, otro veterano B del Avanza Jaén. 

Tras llegar a lo alto, pierdo un par de minutos mientras saco el sándwich de jamón york del compartimento de atrás de mi chaleco, así que, para recuperar el tiempo extraviado, salgo escopeteado tras la estela del que quiero que siga siendo mi compañero de viaje. Lo hago movido por un impulso más relacionado con el disfrutar de su presencia que por cualquier otra cuestión de índole competitiva. El resultado es esperanzador: ese tramo no se me hace largo, y es bonito y rápido a partes iguales. 

En la compostura de alcanzar con brío la aldea de Miller, kilómetro 34, tengo un inesperado accidente: las abejas, avispas o tábanos (no supieron definir qué insectos fueron) se emplearon a fondo para no dejar títere con cabeza en una parte de ese verde camino que nos iba a dejar en el avituallamiento. Sentí dos punzadas dolorosas, una en la nuca y otra en el brazo, y, pese al incordio de las picaduras, esta vicisitud no terminó siendo la causa de mi debacle. La organización tuvo que cambiar el recorrido en vistas del suceso, aunque pocos corredores lograron librarse del problema.

Cuando llego al punto de repostaje, apenas como ni bebo. Supongo que José María ha debido salir ya, por lo que reinicio la marcha con todo el ánimo que llevo dentro, aunque, eso sí, contrariado por el dolor de los aguijonazos. No me puedo imaginar lo que vendrá después, ya que siempre tendemos a ponernos en el mejor escenario. Voy pensando que, pese al mal año de entrenos que llevo, en esta ocasión venceré a mi debilidad mental y física, obteniendo, por ello, una nota redonda al final de esa aventura.

En unas de las muchas rampas del bonito trazado entre bosques, pillo nuevamente a José María y, junto con otro corredor, también Veterano B, marchamos a trío. Lo hacemos sin apenas hablar, quizá porque el cansancio llama a nuestra puerta y no va estando ya el horno para bollos. El calor hace mella, aunque no reparo en tal circunstancia. He tratado de llevar a rajatabla mi protocolo de bebida y comida, de forma que no me da la sensación de llevar sed. Pero lo estamos notando, porque en la pequeña aldea de La Muela, los tres nos refrescamos con avidez en una improvisada fuente que nos encontramos en medio de la senda. Decido permanecer un rato más echándome agua en la nuca y en la cara, momento en el cual recibo el apercibimiento que me avisa de mi grave flojera. De ahí hasta Marchena siento una constante sensación de mareo e impotencia, a la par que sigo la estela de mis dos compañeros... No puedo entender como me he hundido tan deprisa, sin casi previo aviso.

Al llegar al avituallamiento, le pido a Jesús Cózar una botella de agua, y me da medio litro de Font Vella bien fresquita. Me la bebo entera. Le pido otra, haciendo lo propio. Me mira extrañado y no sé si recuerda la broma del día de antes. Unos minutos después estoy vomitando el líquido transparente en un pequeño aseo de la casa donde tienen montado el tinglado de los víveres. En ese momento, desmoronado, decido retirarme.

Un rato después, me hallo sentado a la sombra, totalmente agarrotado y bastante indispuesto, mientras contemplo a un montón de compañeros llegar hechos polvo, aunque de la misma manera que aparecen, se recomponen un poco y, todo animosos, reanudan la faena. Esa imagen no me ayuda, sin embargo, no hay atisbos de culpabilidad, al menos, hasta que llega Merche. Es cuanto ella aparece, compruebo, para mis adentros, mi falta de coraje. Ahora que lo escribo, me gustaría decir que debería haberme ido con mi mujer, pero es fácil hacerlo hoy, aquí y ahora, sentado en mi escritorio. Le doy un beso y nos despedimos. Allí me quedo, un poco preocupado, ya que su cara muestra la más absoluta de las extenuaciones. Pero es una guerrera, nunca hay que subestimarla.

Por fin me llevan en 4x4 a Santiago de la Espada y allí, mientras masco lentamente mi pequeño fracaso, charlo con Antonio del PAM y su mujer Virginia, consolándome con la pequeña ilusión que supone mi libro (cualquier ocasión es buena para vender mi novela, diría Umbral). Cuando Mercedes cruza la meta, me invade lo de siempre, un gran orgullo. Cuento con una buena memoria y, por ello, tengo bien presente su evolución.

Al día siguiente, cogemos el coche desde el alojamiento en el río Zumeta, y nos vamos a ver a Antonio del PAM, Jesús y Antonio (los Cózar), Miguel Ángel y Alfonso (los de Linares) y algún que otro conocido más. Todos corren esa mañana. Sin embargo, lo que uno no espera es encontrarse con gente que no está en el círculo de los locos del circuito. Como por casualidad coincido con Sergio, paisano de Valdepeñas, un antiguo alumno de básquet, y con Carmen, vieja compañera de trabajo de hace muchos años en Ciudad Real. El mundo es un pañuelo y el hado se esmera en conectarnos a todos, nos demos o no cuenta de ello.

De esta manera os he narrado lo que aconteció aquel fin de semana, el cual no pasará a la historia en lo que a lo deportivo se refiere, aunque estoy casi seguro de que se ha quedado bien grabado en mi mente....


Merche y un servidor, unos instantes antes de que ella pusiera "pies en polvorosa". Yo, totalmente retirado.

La tercera de la cuatrilogía: Maratón Top Trail Sierra Mágina 02-10-2021

Unas semanas más tarde, teníamos el siguiente Tourmalet. Nos autoconvencimos de que estábamos mejor preparados para la batalla, pero era, quizá, como la definición con la que he comenzado esta entrada, una imagen dibujada para el regocijo de nuestra ilusión. En esta ocasión, corríamos en el pueblo del club al que pertenecíamos, es decir, de alguna manera competíamos "en casa". Sin embargo, al menos para mí, ello no suponía una presión añadida.

Poca gente en la salida, no puedo evitar mirar cuánto viejuno se batirá el cobre esa mañana: no muchos, pocos, diría. Así, sin hacer ruido, sale de dentro ese gen competitivo del más tonto de los descendientes del Cromagnon, que soy yo, y me pongo a echar cuentas, las cuales luego no saldrán. Son unos 47 kilómetros y pienso que podré con ellos... tan sólo hará falta paciencia... ¿quién sabe? igual hoy es tu gran día.

No obstante, ya desde el principio, y como en Pontones, las sensaciones no son nada buenas, indicándome a las claras por dónde irán los tiros. Salimos del pueblo por un recorrido que conocemos muy bien gracias a la media maratón de dos años antes. Es triste llegar a la conclusión de que tus piernas pesan como dos losas, y así será, con casi toda probabilidad, de aquí en adelante. Para colmo, van cayendo los kilómetros para ir comprobando como, lejos de crecerme, me voy haciendo más pequeño. Paso por Mata Bejid y es como si ya llevara treinta kilómetros encima, de forma que la transición hasta la fuerte ascensión, que toca esa mañana, se me hace eterna. Cuando, por fin, comienzo a subir a Pico Mágina, lo hago sin brío alguno. En esta guisa, superado el inconveniente, me veo como en una película: bajando por una zona muy complicada, de esas que antaño me gustase acometer, y me resigno viendo como me pasan, por la izquierda y por la derecha, un montón de compañeros y compañeras. En esos momentos me siento como alguien que está intentando echar a andar tras incorporarse de una silla de ruedas. Las rodillas, que me vienen doliendo desde un par de semanas atrás, se quejan a base de bien: ¿Qué más puede ir mal?

Sí, no hay más remedio, toca un auténtico desierto hasta volver a pasar por el centro de visitantes de Mata Bejid. Ese símil orográfico, la aridez de la arena y la alta temperatura, se aproxima a la realidad, porque el calor hace estragos, uniéndose a mi falta de fuerzas, para terminar por liquidarme. No es la primera vez que me veo en esas... diría que ya me acostumbré a la temida situación en la que la debilidad y el malestar es tal que moverse duele. Y aunque suene a excusa, depende más de la deshidratación que del estado de forma. Pero, sin entrar en las causas, los hechos son claros: sufro tal crisis que me llego hasta a plantear si merece la pena eso de seguir corriendo. Y no me estoy refiriendo a lo de seguir dando zancadas ese domingo, sino durante el resto de mis días. Sin embargo, el bicho me picó bien picado, antaño, de manera que su veneno lo tengo profundamente inoculado. Apuesto que no será fácil dejarlo.

Cuando por fin alcanzo el avituallamiento, lo hago con la decidida convicción de abandonar. Estoy, en términos comparativos, más hundido que en Marchena (allí me ocurrió de forma repentina, pero en esta ocasión lo he venido sufriendo prácticamente desde la mitad de la carrera). Ante esta determinación, no dejan de retumbar en mi cabeza las palabras de mi mujer: "no se te ocurra volver a retirarte". Así pues, haciendo de tripas corazón, les pido a los de la organización un poco de Coca Cola, y me acabo bebiendo medio litro de ese líquido dulzón, totalmente reparador, aunque, para el caso que nos ocupa, bastante caliente. Reanudo la marcha andando más que corriendo. Cada vez que hago el intento de progresar bajo un apagado trote, siento que las piernas se me mueren y mi cabeza se me va, porque no tengo fuerzas para trasladar mi propio peso. No puedo beber ni comer, aunque el poco azúcar de lo que ingerí, me permite no echarme al suelo, así que avanzó, aunque lentamente. De esta forma es como acometo los últimos doce kilómetros, que en condiciones normales hubiesen sido relativamente fáciles. Me manejo con todo el empecinamiento del mundo, siendo adelantado por una multitud (los corredores de la ultra y los de mi propia prueba). Cuando llego a meta no es un premio, es tan sólo la constatación de un hecho: he continuado por continuar y, en esta guisa, no había más remedio que alcanzar el final. Me tumbo en el césped artificial del campo de fútbol, tengo mucha sed, cero de hambre, un malestar horrible y estoy seguro que así será para el resto de día... estaré bien fastidiado.

Merche llega una media hora después con Inma, una compañera del club. Se han regalado la experiencia de hacer la carrera juntas, sin presiones, y no se arrepentirán por ello. Mercedes no subirá al cajón, como tampoco lo haría en Santiago-Pontones, pero, afortunadamente, eso no parece molestarle. Es como si hubiese alcanzado un nivel de autoconocimiento más alto, y eso le ayuda en estas, que siguen siendo, sus increíbles experiencias a lo largo y ancho de las montañas.


Una foto de equipo un rato antes de salir a la batalla

La cuarta y última: Maratón la Cresta del Diablo 31-10-2021

Aún nos quedaba la cuarta catarsis, la que tendría lugar el último día de octubre. En esta ocasión sería en Torredelcampo, organizada por el PAM. Quisimos tomarnos un mini break de solteros, por lo que hicimos noche en Jaén capital y a la mañana siguiente nos desplazamos hasta aquella localidad, bastante asustados por el frío y el viento con el que amanecimos. A ese inconveniente habría que añadirle el de la lluvia, la cual, según las previsiones, nos caería generosamente a lo largo de la mañana. Por último, lo peor terminaría siendo el agua que había precipitado en los días anteriores, que dejó el terreno impracticable.

Permitidme no aburriros más, así que escribo rápido, olvidando situaciones, las cuales poco importan, porque si queda algo interesante por contar, ocurre desde que suena el pistoletazo. Primeras zancadas y siento que no tengo marchas que meter, tan sólo la corta. Trato de seguir a José María, el del Avanza, pero me resulta casi imposible. A pesar de todo, conforme los minutos pasan, voy ganando un puntillo de brío minuto a minuto, poco a poco, de manera que, para mi sorpresa, como quien no quiere la cosa, termino por encontrármelo delante mía, para jugar de nuevo a lo de hacer la goma, al igual que ya hiciéramos en Santiago-Pontones. 

No obstante, él no será con quien comparta en gran medida mi tiempo ese domingo... Cuando en el horizonte oteo sus siluetas, en seguida deduzco que se trata de ellos, dos compañeros que, hoy por hoy, no sabría decir muy bien si también son amigos. Prefiero omitir sus nombres, llamémosles A y B, básicamente por dos razones (la primera subyacerá de la lectura del resto de esta crónica y la segunda mejor no confesarla en este blog). Cuando me pongo a su lado siento que recibo un premio. Son más jóvenes que yo, bien conocidos por las barbaridades de larga distancia que suelen llevar a cabo en la montaña y, con ese currículum (y esa personalidad que les caracteriza) uno se minusvalora para sentir que no está a su altura. En cualquier caso, las piernas fluyen, y ya era hora de que así fuera, así que decido perpetuarme en el disfrute de su compaña. Juntos capeamos el barro, que anega las sendas y los caminos, llenándonos, por momentos, las zapatillas de lodo hasta los tobillos... Nos escurrimos continuamente, ralentizando la marcha, en definitiva, haciendo muy complicado eso de ir avanzando por una orografía, ya de por sí, difícil. Subimos a Jabalcuz por la Vereda del Pincho donde, sorprendentemente, continúa ese hormigueo que me indica que todo va bien. Estoy siendo subvencionado, sin lugar a dudas, por el fresquito que hace ese día. Ya he comentado alguna vez que el calor provoca en mi cuerpo una pérdida de líquidos demasiado grande, la cual suelo ser incapaz de reponer en la medida necesaria para soportar una carrera de larga distancia. A pesar de ello lo he hecho en multitud de ocasiones, llegando a sobrepasar dos veces los cien kilómetros. No sin agravios, disgustos y empecinamientos, he llegado a la conclusión de que sólo debo sacar a pasear mi cuerpo, durante muchas horas, si afuera hace frío. 

Toca bajar, no hemos llegado a las antenas, debido a que la organización no se ha atrevido a dejar que las alcancemos, ya que el viento es, por momentos, huracanado. En una zona que se muestra imposible por el manto de lodo arcilloso que llena la bajada, me resbalo, fallándome la rodilla, de forma que siento una punzada que me hace temer por mi integridad, pero, afortunadamente, ese día no será el del fracaso... me levanto y continúo. 

Durante todo este tiempo, he logrado mantener su ritmo, salvo en alguna fase más rápida, en la cual me han dejado un poco rezagado. Por tanto, desde los primeros kilómetros, hemos marchado en grupo, resultando inevitable para mí, quien me conozca lo entiende, que me ilusionase con la idea de que atravesemos en trío el arco de llegada. No en vano, a lo largo de los últimos ocho años, hemos compartido un montón de tiradas y, por ende, un cúmulo de situaciones y recuerdos.

En las inmediaciones de Torredelcampo intuyo que habrá rodeo, porque no me salen los números: si son cuarenta y cinco, pero ya se ve el pueblo ahí al lado, no puede ser que llevemos treinta y siete, algo falla. Queda un bucle, y bien duro, por cierto. En el último avituallamiento no me paro a repostar, por no perder la onda. Debido a ello, me voy quedando poco a poco sin fuerzas, vacío. Sin embargo, en una actitud que nadie debería loar, echo el resto por seguir con ellos, a la par que voy comprobando, para mi alegría, que la prueba se termina. A seiscientos metros para el final los llevo a tiro, a no más de veinte metros. Qué decir... uno esperaría a que se diesen la vuelta y, mientras realizan aspavientos, me sonriesen hasta gritarme: "Venga Javi, que vamos a llegar juntos". Quizá el problema estribe en que uno espera demasiado, porque no ocurre nada de eso. Punto final.

En cualquier caso, de largo, la mejor carrera larga del año. Sin florituras, cero pretensiones y sin asumir riesgos. La decepción sufrida en meta no dejó de ser más que una anécdota, aunque sea de esas que me lleva al terreno de las decepciones.  

Estoy muy cansado, pero también muy sucio, así que camino lentamente hasta la fuente, donde me desprendo, con la inestimable ayuda de la abundante agua, todo el barro que se esmera por seguir pegado en mi cuerpo. Tras esta ardua tarea, espero a Merche, que llega como siempre inmersa en una sonrisa. Es infalible. Para más inri, en esta ocasión termina llevándose trofeo en su categoría, primera Veterana A, cuarta de la general. ¡Qué más se podría haber pedido! La determinación demostrada, tras ponerse en línea de salida aquella mañana, ya merecía un reconocimiento.



Merche tratando de explicar a una niña que es demasiado vieja para estar en esas

Epílogo

Llega el momento de concluir esta larga entrada, sin embargo, no quiero hacerlo sin antes comentar que mi mujer siempre contó con estrella... El sábado que viene iremos a Jaén a otra gala de premios en la que ella es protagonista. Finalmente, quedó segunda en el Circuito de Carreras de Distancia, dentro de la distancia de la maratón.  Para ello, la providencia le echó una mano, ya que Torredelcampo había sido, también, el Campeonato de Andalucía de Selecciones Provinciales, a través de su prueba de media maratón. Para entender cómo se dispusieron los planetas para ese inesperado devenir, habría que comenzar explicando lo de su renuncia, unos días antes, a correr con la selección de Jaén. Partía como primera reserva. Como quiera que fallaron dos chicas, la lista corrió un par de puestos, siendo reemplazados éstos con dos compañeras que peleaban por el circuito con Mercedes. El caos se completó con alguna lesión y una incomparecencia, quizá debida a lo peligroso del terreno. El caso fue que cuatro de sus competidoras directas no corrieron la Maratón de la Cresta. Los puntos acumulados no mintieron, así que, finalmente, sumó cómo para obtener ese impensable premio. Con suerte o sin ella, no me cabe la menor duda de que, a sus casi cuarenta y nueve años, se merece algo más que un trofeo, todo un monumento. Aún trato de adivinar cómo es capaz de sobrellevar su estresante trabajo a jornada completa, con una casa que gestiona prácticamente sin ayuda, sin olvidarnos de dos hijos que también reclaman su espacio y un omnipresente, hasta casi gozar del don de la ubicuidad, perro cazador montañero. Y a pesar de todo ello, todavía desea correr ultras. 

Y con este último párrafo, a través del cual trato de describir mi admiración por la mujer que conocí hace ahora veintiún años, cierro esta larga, diría hasta tediosa, publicación. Tras estas líneas vendrán más, para bien o para mal, ya que, por lo menos, me siento en deuda con una promesa de crónica que le hice a un compañero que conocí en un trail, allá por noviembre, en Pelayos de la Presa (Madrid). Seguramente el bueno de Juan ya no espere esa dedicatoria, pero a buen seguro que la tendrá. Que la lea o no será cosa suya.