RELATOS

Una vez iniciado el movimiento supe que no habría marcha atrás, sería difícil regresar a aquello que fui. Hoy soy otro ser: curtido, compañero del esfuerzo, amante de mis kilómetros. Sólo el fin de mis días debería obligarme a parar: ese es mi pequeño sueño.

sábado, 18 de abril de 2020

CUADERNO DE BITÁCORA: CAMINO PRIMITIVO 3ª ETAPA BERDUCEDO-FONSAGRADA

Las vacas asesinas del camino y los terribles colchones afilados

Un indeseable boomerang regresa a mi cabeza esa mañana tras haber escapado de un extraño sueño que no soy capaz de recordar. El dolor, el cansancio y la desmoralización son los ingredientes con los que habrá que cocinar este nuevo día, tocará hacerlo tras haber sufrido el implacable ataque de los muelles afilados del colchón en nuestras, ya de por sí, machacadas vértebras.

Hago un último esfuerzo por recordar el argumento onírico que me ha estado martilleando el subconsciente, y justo oigo mugir a las vacas de la nave adyacente, lo que me da una pista de por donde deben haber ido los tiros, ¿vacas persiguiéndome por una negra senda mientras que trato de escapar cojeando del ataque?, pudiera ser...

Son casi las ocho y los de Correos no esperarán a que les bajemos la bolsa así que cuento lentamente hasta tres, me incorporo y contengo la respiración para soportar el agudo dolor que comienza a recorrer mis articulaciones. Los primeros pasos me dejan claro que no puedo andar: el tibial arde y tengo la zona totalmente inflamada. Con ese panorama Mercedes, mientras se levanta, me mira preocupada pero no le hago balance de mis daños sino que le pregunto cómo se encuentra: no necesito respuesta, ella también lleva lo suyo...

En resumen ese fue nuestro despertar aquel trece de agosto en ese cuarto viejo y austero del Albergue-Pensión Casa Marqués de Berducedo. No cabía más remedio que seguir adelante, teníamos que completar corriendo nuestra tercera jornada del Camino Primitivo entre Oviedo y Santiago.


Motas blancas en el negro más oscuro

Así que hacemos de un montón de inservibles tripas un humilde y esperanzado corazón y nos ponemos manos a la obra: recogemos la habitación, amontonamos dentro de la bolsa y sin mucho orden las prendas y cachibaches que no nos acompañarán ese día, y por último nos vestimos con una nueva muda. "Ves Merche, la ropa de ayer está totalmente seca gracias a la calefacción", y ese insignificante detalle es como haber ganado la batalla clave en una larga contienda. Aún queda un gesto importante que hacer: abro la ventana y me asomo, afuera se me muestra una preciosa mañana y puedo respirar aire puro...

En el corto trayecto hasta el bar de abajo marcho cargado con la bolsa y sufro los eternos 50 metros que hay entre la habitación de la segunda planta y la puerta de la pensión; no me consuela echar sencillos cálculos: es sólo un milavo de la distancia que tocará hacer corriendo ese martes, me temo que se harán interminables esos cuarenta y ocho kilómetros. 

Ya en el bar nos recibe uno de los dueños que allí tras la barra luce un alegre semblante; nos pregunta qué tal hemos pasado la noche y le respondemos con nuestra mejor versión de la realidad, para poder así sacar pecho y esconder nuestras miserias. Las tostadas, el café, el zumo, el croasan de chocolate, todo cae en nuestros cuerpos como gloria vendita, inundando nuestro sistema digestivo de motas blancas y pequeñas que van aclarando poco a poco todo lo negro que llevamos dentro, y con ese gesto se va alejando la oscuridad. La conversación que mantenemos con los peregrinos de la mesa de al lado también nos ayuda, porque nos devuelve parte del ego perdido en la odisea de la tarde del día anterior, y con estos elementos ya nos sentimos lo suficientemente armados para comenzar la tercera batalla de esta preciosa y dulce guerra que es el camino.

Que el inicio te robe una sonrisa

De nuevo en la habitación montamos los dos chalecos, engullimos dos ibuprofenos por barba y nos despedimos de aquella habitación, verdadera confidente de nuestras desdichas de todas esas horas. 

Antes de marchar comprobamos como la bolsa granate sigue ahí, a pesar de ser ya las nueve y, para colmo, wikiloc no puede cargar la ruta ya que no hay cobertura en aquella maravillosa aldea cuyo mayor virtud es estar tan alejada de la civilización. Así que tengo ganas de llorar, pero no sé muy bien si es de emoción o de desesperación, o quizá sea un poco de las dos.


Primer paso, punzada de dolor, segundo paso, otra punzada, pasos cortos y lentos, pero ahí estamos los dos, dispuestos a poner nuevamente nuestras almas en movimiento. Salimos del pequeño núcleo de casas y nos encontramos con un cruce donde un hito deja claro que seguimos en el buen camino, pero que no nos indica qué vía tomar. Murphy y su ley me hacen tomar la alternativa equivocada, la de la derecha, en una suerte que no será más que la continuidad de la desorientación que sufrimos el día anterior. El camino se ensancha y me crezco, así que comenzamos a corretear, al principio con un dolor difícil de soportar, pero poco a poco la anestesia va bailando su danza. En los minutos siguientes no vemos señal alguna que nos indique que lo estamos haciendo bien y es al llegar a un cruce lleno de bifurcaciones cuando el smartphone consigue dar señales de vida y mostrarnos el recorrido. "Merche, estábamos desviándonos de la ruta , hemos de regresar sobre nuestros pasos".

Ya de nuevo en el hito mentiroso tomamos la senda rocosa de la izquierda y un rato después alcanzamos a los peregrinos con los que habíamos estado charlando en la pensión: "¡Os vemos corriendo, eso es una buena señal!", "sí, pero no hemos hecho más que empezar y ya nos hemos perdido, aunque al menos estamos en marcha". En ese instante me sale una sonrisa no buscada y siento que todo va ir a mejor.

El maravilloso "valle del pincho de tortilla"

La senda se convierte en un camino más llano y puedo sentir el efecto balsámico de la química de los ibuprofenos. Cuando alcanzamos la carreterita asfaltada cogemos ritmo, y antes de llegar a la bajada hacia el valle donde se encuentra la aldea de La Mesa, Mercedes llama a sus padres. Necesitamos buscar fans devotos a nuestra causa, oir sus gritos de aliento y huir del tambaleo en el que por momentos se había convertido nuestra aventura. Las arengas de mis suegros nos ponen las pilas y sin darnos cuenta bajamos a buen ritmillo hasta la aldeita donde paramos a comprar unas gominolas y a sellar en el Albergue Miguelín.





La subida por el carreterín es dura, así que toca andar y corretear, y Merche se me queda un poco atrás; así que me hallo solo con mis pensamientos y me voy sorprendiendo por el hecho de estar disfrutando, fruto del fresquito de la mañana y del esfuerzo de subir con las manos en mis cuadriceps, ¡quién me lo iba haber dicho un par de horas antes!. Nos adentramos en una zona boscosa hasta alcanzar una especie de mirador desde el cual se ve el increible valle abrupto en el que el pantano de Granda de Salime se muestra a nuestros pies. Nos han advertido que la bajada será muy complicada, y eso nos preocupa pese a nuestro ADN montañero, sin embargo pronto comprobamos que no es para tanto, mientras bajamos por una bonita senda lo peor termina siendo tener que ver los árboles semiquemados por los efectos devastadores de un puñetero incendio. La senda se convierte en pista y seguimos zigzaguenado bajando a buen ritmo, casi siempre Mercedes por delante, hasta que alcanzamos las inmediaciones del pantano en un entorno idílico que hoy me cuesta describir en la distancia física y temporal que me separa de aquello.










También aprovechamos el hecho de cruzarnos con un par de chicas, que tienen toda la pinta de ser del Europa del Este, para pedirles que nos hagan de fotógrafas.




Alcanzamos la zona de la presa, donde el verde se espesa y es ahí donde tomo conciencia de lo que estamos consiguiendo,  la magnífica mañana, el hecho de no sentir dolor, el bonito recorrido, todo nos hace volver a la más dulce de las positividades. Tras la fotos de rigor en la impresionante mole de cemento comenzamos a subir por la carretera justo cuando nuestros estómagos empiezan a reproducir los consabidos ecos que indican que hay que reponer fuerzas, y nos viene como anillo al dedo alcanzar el Hotel Las Grandas; es allí donde nos tomamos un par de Coca Colas y el que sin duda será el mejor pincho de tortilla que jamás nos hayamos comido y que jamás nos comeremos.




Mágica recarga de química analgésica

El tramo siguiente se hace bastante duro siempre picando hacia arriba y sin dejar el curso de la carretera. Echamos en falta sendas, sendones y caminos, por lo que cuando podemos aprovechamos las cortas y coquetas senditas que discurren paralelas a la vía; eso sí, los preciosos paisajes y las increibles vistas son estímulos suficientes para hacer pequeño el inconveniente de no poder escapar del asfalto. Por fin tomamos una estrecha y frondosa senda en las inmediaciones de Grandas de Salime y siento que todo va a mejorar, sin embargo compruebo que Mercedes pierde el ritmo y se queja; es su tibial, que comenzará a ser el protagonista en las próximas horas, e incluso días de nuestra dura empresa.

En esa bonita localidad, con nombre tan evocador, buscamos desesperadamente una farmacia, y cuando la encontramos formulamos la pregunta del millón a la farmaceútica: ¿cuántos ibuprofenos pueden absorber dos personas deportistas como nosotros sin asumir riesgos mientras hacen el Camino de Santiago corriendo?", no más de 4 o a lo sumo 5 de 400 milígramos siempre y cuando sea en no menos de 18 horas". Ya tenemos el campo abonado de flores, así que Merche se administra la tercera pastillita de la mañana y yo decido no medicarme más hasta nueva orden.


Dejamos atrás la enésima bella villa asturiana y acabamos picándonos con un peregrino que está haciendo el camino subido a su bicicleta con alforjas; la competición no dura más de veinte minutos porque Merche termina desistiendo, debido a su cansancio, al dolor y la necesidad de repostar. Debe ser mediodía así que paramos en una tiendecita sita en Cereijeira; la señora dueña del local nos sella y también nos administra una hogaza de pan de pueblo pueblo que rellenamos con unas ricas lonchas de jamón. Nos lo gozamos sentados a la sombra del establecimiento y tras esto completamos el menú con un cono de nata que compartimos mientras reanudamos la marcha.

Hemos cogido fuerzas pero también nos hemos enfriado y nos cuesta alcanzar a una pareja que va marchando rápido; por un momento me temo que iremos andando con ellos un largo rato, pero Merche saca su vena ultrafondista y nos ponemos a correr nuevamente mientras atravesamos un largo, recto y verde camino arbolado que estará lleno de cosas bonitas que ver.

Castro es un conjunto histórico donde también tienen un estupendo albergue, un lugar idílico perdido en el tiempo; apetece quedarse allí, pero andamos nerviosos por cambiar de comunidad y sentir que tenemos medio Camino Primitivo ventilado, así que regresamos al camino arbolado hasta que un largo rato después alcanzamos la carretera.



En medio del verde desierto y hacia la frontera

El tramo por el asfalto es un suplicio psicológico aderezado por el sol. En los seis días que duró nuestro camino, este fue el único tramo en el que sentimos los efectos desmoralizadores del calor. Sólo fueron tres kilómetros pero suficientes para que la sensación de sed y las dudas nos hiciesen sentir que estábamos en un gris desierto, pese a las maravillosas vistas que estaban dispuestas para ser contempladas. 

Cuando por fin llegamos a Peñafuente, una minúscula aldea que resultará ser la última localidad asturiana que visitaremos, sentimos que hemos llegado a un oasis donde recuperaremos el aliento necesario para continuar nuestro viaje. Las aguas generosas y cristalinas de su antigua fuente de piedra, anejada a aquella preciosa iglesia, quedarán en nuestro recuerdo para siempre. Cuando partimos de allí sentimos que nos estamos despidiendo de todas esas tonalidades verdes que inundan Asturias aunque somos sabedores que a su vez seremos recibidos por un territorio no menos bello y desconocido, la terra galega.



Atravesamos el bonito camino con energías renovadas mientras vemos como los molinos eólicos renuevan otro tipo de energía, la que surge del viento, de la naturaleza, y justo tras cruzar la carretera me pierdo pese a las indicaciones de wikiloc, pero terminamos encontrando la sendita en franca subida que nos llevará al punto donde ambas comunidades se abrazan. 



Cuando alcanzamos la zona más alta, una larga hilera de pinos nos da la bienvenida en la antesala a Galicia y un poco más abajo vemos a una pareja que anda agachada colocando algo en el suelo: cuando pasamos por su lado, tengo que saltar lo que parece ser una hilera de piedrecitas. Merche me dice. "¿has visto?, es donde termina Asturias y comienza la Comunidad Gallega". Nunca hubiera imaginado una frontera más original y sencilla. Un poco más abajo no podemos evitar hacernos una foto en el primer hito que lleva la distancia grabada en la piedra. En esa foto nuestra cara refleja el orgullo que portamos por estar ya a mitad de nuestro objetivo.







La competición que llevamos dentro

La pareja que andaba colocando su piedrecitas en la virtual frontera ha sentido envidia por eso de correr y la vemos aparecer a lo lejos a trote tendido, así que nos sentimos intimidados y queremos marcar nuestro territorio de la mejor manera que sabemos, huyendo, como si de una carrera se tratase. Bajamos al valle como almas que son llevadas por el mismisimo Diablo y ni siquiera cuando llegamos a una pista que transcurre paralela a la carretera nos sentimos a salvo, eso sí, hemos cogido un poco de ritmo y no podemos abandonarlo. 

Por fin hemos olvidado a nuestros perseguidores y continuamos por el valle que discurre paralelo a la vía, y a pesar de la belleza de las piedras, árboles y  arroyos, se nos hace interminable, quizá por discurrir por campo abierto y convivir también con el asfalto, las señales de tráfico y las indicaciones metálicas que nos informan de la existencia de la civilización. Suerte que de vez en cuando gozamos del fresquito de las frías aguas de alguna vieja fuente y que también comenzamos a ver a lo lejos la alta torre de cemento que se corona en el montículo donde se asienta A Fonsagrada, nuestra meta.



Y es entonces cuando el tiempo se para de forma que los últimos seis o siete kilómetros son argumento suficiente para realizar una larga e interminable película, hasta que por fin enfilamos por un caminito que se espesa por un bosque que nos lleva a nuestro destino hasta alcanzar una senda que nos subirá los 150 metros positivos que nos separan de la localidad donde ¡por fin reposaremos!. 


Cuando llegamos a lo alto y pisamos el asfalto de aquella calle tomamos conciencia de que lo hemos logrado, algo casi impensable cuando despertamos en aquel cuarto horas antes aquella mañana. Nos relajamos y andamos tranquilamente, ya no hay que corretear, hasta que llegamos al Albergue Hostal Cantábrico donde nos esperará una dulce sorpresa.



En el paraiso

Cuando llegamos al albergue pronto sentimos lo más parecido a lo que debe ser la felicidad más absoluta: Bernardo nos da la bienvenida con una sonrisa de oreja a oreja; justo a su lado podemos ver nuestra bolsa granate, Correos cumplió; le explicamos nuestro periplo y lo queda aún por recorrer, pero él nos habla sin decir mucho, con hechos: subimos a la habitación y comprobamos como estamos alojados en una especie de suite de lujo, amplia, llena de luz, cómoda, bonita y con una pantalla plana que parece sacada de un cine, aunque no estemos para muchas películas. En ese momento pienso que Dios existe, Bernardo es un ángel y estamos en el paraiso, no podría tener otra explicación todo aquello.


El baño de agua calentita con sales, los masajes reparadores, el estar echados un rato en esa estupenda cama nos corroboran en la teoría de que hemos llegado al Edén. Además contamos con un bien muy preciado: tiempo, tiempo para darnos un respiro antes de ir a cenar. Así que allí tumbados reportamos lo sucedido a nuestros familiares y amigos a través de ese invento llamado whatsapp, y de paso le muestro al mundo que lo de mi pie no iba en broma.


Un par de horas después, y ya abajo, Bernado nos recomienda ir a cenar al Restaurante Cantábrico, y eso hacemos, aunque los escasos doscientos metros que nos separan de él se hacen una especie de odisea, porque los dolores lo inundan todo, pero nos movemos sin prisa y en paz. Qué contar del menú del peregrino: con ese pulpo, el salmón para Merche, la exquisita ternera para mi. Y es que tras haber estado en el pozo más negro sólo podíamos estar agradecidos por toda esa tarde-noche tan increible y gozosa. Los del restaurante nos dan una bolsa de hielo, y todo para llevar a cabo la práctica que realizaremos cada una de las noches que nos restan hasta el final del camino, la de aplicarnos el mismo en las zonas más doloridas. Ya en la habitación nos dedicamos a seguir restañando las heridas: el consabido frío y cremas en sendos tibiales, tobillos y en las rodillas. Nada hacía pensar que lo peor en cuanto a lesiones aún estaba por llegar.

Y encendimos ese maravilloso televisor de dimensiones gigantes sólo para comprobar que se veía muy bien y unos segundos después lo apagamos e hicimos lo propio con el resto de las luces de la habitación, sabedores de que nos habíamos ganado un profundo descanso teniendo por delante unas estupendas nueve horas para hacer un reseteo y poder comenzar al día siguiente la cuarta etapa que nos debería dejar en Lugo capital.





2 comentarios :

  1. Deberías tener más comentarios, porque escribes mucho,todo muy sentido, muy sincero... Escribes, rapaz, muy bien.

    ResponderEliminar
  2. Gracias Suso, no espero comentarios, ni likes, ni followers, pero comentarios como el tuyo me hacen sentir feliz. Espero que te gusta la crónica entre Fonsagrada y Lugo, la he escrito con todo el corazón del que he dispuesto

    ResponderEliminar