RELATOS

Una vez iniciado el movimiento supe que no habría marcha atrás, sería difícil regresar a aquello que fui. Hoy soy otro ser: curtido, compañero del esfuerzo, amante de mis kilómetros. Sólo el fin de mis días debería obligarme a parar: ese es mi pequeño sueño.

sábado, 11 de abril de 2020

SOM GUERRERS: CORRIENDO EN CAMPO ABIERTO


Prólogo
 
Hubo un tiempo en el que las piernas sacaban a nuestros cuerpos de su rutina y acompañados de nuestros pensamientos nos trasladaban para enseñarnos todo el verde disponible de la montaña, en una suerte que terminaba siendo una esquiva de grandes piedras, perfumada tierra y arroyuelos; resultó que el viejo y astuto bichito, que en su día picó a todos estos locos montañeros que somos, era más amable e inofensivo que este otro que ha traido consigo tanta ruina y desesperación.

Ahora, las mañanas las dedico a realizar una de esas actividades que llaman "esenciales" mientras que mis tardes y noches se llenan de agujeros, reflexiones, miedos y esperanzas; mi cabeza completa muchos viajes virtuales en esos ratos en los que me dedico a atravesar portales, patios, habitaciones, todo mientras salto sillas, cuento vueltas y ascendiendo a buhardillas; consigo escaparme a lugares lejanos y me proyecto como ese alma intimidadora capaz de despojar de su más recogida virginidad al paraje más receloso de ser descubierto. 

Y aquí me hallo, navegando en una interminable cuarentena de cincuenta días que parece ser sólo el principio de un gran cambio. Los recuerdos se ven lejanos, tanto que a veces son como fotos impostadas, no vividas. El descendiente del cromagnon siempre quiso llegar más lejos, dar una vuelta de tuerca más a esa rosca que está ya casi pasada, y para bien o para mal,  a fé que lo está consiguiendo.

Som guerrers

Nuestro fiel y viejo Toyota se pone apuntando a Levante y tras darle las instrucciones oportunas nos lleva a Moixent. En realidad ya se conoce el camino, tiene buena memoria porque dos inviernos atrás ya nos condujo hacia aquel valle donde los valencianos siempre reciben bien a los manchegos más viajeros. 

Inés brega para echarnos una foto en ese monumento que tanto le gusta a Mercedes, ese guerrero íbero que pobló esas tierras hace más de dos mil quinientos años y que injustamente aparece medio decapitado en la imagen. También se nos ve "borrosos", como si fuésemos fruto de algo que existió y que ya no volverá a ser, pero ese efecto es sólo el resultado de un mal encuadre.

 "Som guerrers", buen lema para sacar a la luz el valor y la inspiración con los que recorrer las escarpadas crestas y mundos que aún nos deberían estar esperando.



Recuerdos de sitios mágicos

He perdido el olor a trail de esa plaza, se ha disipado la emoción sentida bajo aquel arco inflado con el mismísimo aire de la aventura. Demasiados obstáculos me hacen sombra y no dejan ver bien un febrero tan lleno de cosas, así que metafóricamente hablando no soy más que un moribundo buscando la salida en los oscuros rincones de mi casa. Pero si me esfuerzo puedo aún ver los rostros difuminados de esos hijos adoptivos de la montaña, quisiera ser como ellos yo que crecí en la estepa manchega rodeado de vides...; el speaker va a dar la salida y Merche y un servidor nos damos un beso, es el reflejo de nuestro mutuo deseo de vivir otra dulce andanza.

El breve callejeo no deja poso alguno ya que casi sin darnos cuenta nos vemos en la senda llena de tonos verdes que nos conducirá hacia las antenas. Mis piernas arden moderamente justo al tiempo que caigo en el hecho de que mi chaleco solo porta esa mañana medio litro de isotónica, ni comida, ni sales ni cualquier otra ayuda. Ya es tarde para lamentar despistes, así que me dejo olvidar para que mi mente me traiga recuerdos: confundo las piedras, los giros, los árboles, esos que visité con Jorge en aquel sábado al anochecer, esos que rememoro de forma tan especial por ser de las pocas cosas que hemos hecho "verdaderamente juntos", esos en los que me bati el cobre unas horas después, aquella mañana de domingo de aquel otro febrero. El bonito sendón no ha cambiado, pero no hace tanto fresco en esta jornada dominical, aunque yo soy dos años más viejo.

Alcanzo las antenas preocupado por mi rendimiento, alerta para dejarme la piel y así poder concluir que no soy mucho más decadente de lo que ya lo era en 2018, aún así no quiero ser consciente de que he envejecido; pero estoy disfrutando pese a las interferencias que llegan procedentes de mi gen más competitivo, ese que porta toda nuestra especie, esa que eliminó del mapa al neandertal más humano.


Pongo encima de la mesa la mejor de mis técnicas para bajar por la senda llena de obstáculos y compruebo como el de delante se aleja de mi plano, sin embargo ya en la pista me autoarengo y consigo redoblar el ritmo para asociarme a un grupillo de compañeros. Esos diez minutos son sin lugar a dudas un bonito recuerdo, una especie de flow que es casi como si no hubiera existido.

Una voluntaria ataviada con un tutu me advierte de que la parte rocosa que nos baja hacia El Bosquet es más dura de lo que recordaba, pero me hallo fuerte para atravesarla y poder alcanzar ese bello paraje que hoy no toca más que visionar como si fuera el mismísimo Edén y que a buen seguro, cuando todo esto pasé, seguirá haciendo las delicias recreativas de las gentes de aquel lugar.

En el avituallamiento agarro un par de gajos de naranja, a pesar de que no estoy falto de fuerzas, y me enfilo hacia la subida que tanto disfruté antaño, pero hace calor y hoy no es como fue, así que en ese tramo toca sufrir, esa sensación que nos dice que estamos vivos. 

Ya estoy bajando, paso por delante de una casona en mitad del campo, hoy sé, con la ayuda de google map, que es un bonito sitio donde te dan bien de comer. Las cuatro paredes que ahora mismo me están contemplando me invitan a soñar con una jornada futura y perfecta: Jorge, Inés, Merche y el que suscribe, haciendo senderismo del bueno, mojando nuestros pies en las aguas del Bosquet y terminando en el Pitxó hambrientos e indecisos por no saber qué plato escoger.

Secuencias de alegría

Donde termina la ligera cuesta del verde camino me esperan un par de niños que chocan sus palmas como si fuese un héroe, y dejó atrás al resto de voluntarios, me veo solo, sin nadie por detrás ni nadie por delante, baliza a baliza, zancada a zancada, sabedor de que ese remanso de reflexión pronto se romperá con una buena subida que tengo bien anclada en mi memoria.

Cuando llego al avituallamiento que tienen instalado justo antes de la ascensión miro hacia atrás y veo que una chica viene pisándome los talones. No paro, tan sólo estiro el brazo para coger otro gajo de naranja y manos en los cuadriceps afronto lo que intuyo que será un largo rato de disfrute. Siento mi propia sonrisa mientras percibo en mi cogote el aliento de mi compañera, que acaba dándome caza en la parte más rocosa. Pero hemos subido tan ágilmente que nos ha dado para alcanzar a otros dos corredores, los de siempre, con los que he venido haciendo la goma toda esa bonita mañana.

El cresteo es casi de ensueño, lo sería bajo cualquier circunstancia, pero ahora me obsesiona saber que está allí solitario y oculto en tierras valencianas, donde las montañas no son grandes monstruos pero si crean afiladas sombras que te acaban intimidando y achantando en tu osadía si las infravaloras. Hoy echo mucho de menos esa cresta, hoy que está tan lejos.

Las piernas siguen atentas, pero esa chica parece una máquina bien engrasada y no hay forma de seguirle el ritmo, así que la pierdo. Un largo rato después la animosa voluntaria que lucía el tutu me vuelve a animar, en esta ocasión para ponerme las pilas al anunciarme que el precioso tramo de la cresta ha terminado.


Alcanzo al compañero al que llevaba persiguiendo un rato  y compartimos buenos minutos hasta que en la calurosa cuesta de asfalto desde donde se enfila hacia el valle, la antesala del castillo, lo dejo atrás. Justo ahí desde lo alto del collado se divisa la depresión que hay que atravesar para acometer la última subida a la fortaleza; en esos momentos pienso que no hay mejor lugar en el mundo donde quisiera estar, también pienso en paellas, en caños de agua fresca, en fuertes tobillos y piernas cansadas.

La bajada por las escaleras que anuncia una voluntaria queda inmortalizada con las fotos que nos echan y ahora que reviso una tras otra las caras de todos mis compañeros en ese mismo tramo, compruebo que se trata de una secuencia de alegría, un claro signo de la empatía que nos une.



Ya en las calles del pueblo, mi gen de cromagnon trata de que piense en cronos, rendimientos y puestos, pero ese escaso tres porciento de cadena de ADN que legítimamente pertenece a mi extinto neandertal me hace ver algo que hoy, aquí confinado, veo multiplicado por cien: éramos afortunados y libres atravesando como un alfiler la más recelosa y preciosa naturaleza. 



Como en casa y no confinados

Me encuentro fuerte, la desbordada sed que me suele asaltar no aparece, no he tomado ni sales, ni geles, apenas cuatro gajos de la más dulce naranja valenciana y un poco de la isotónica que porto, pero me siento bien, ahora que me estoy viendo allí, en aquella plaza llena de gente que luce satisfecha como yo, diría que soy feliz. 

La espera es más larga de lo previsto, Mercedes no llega, de modo que cuando por fin lo hace el alivio es también mayor del que hubiera cabido imaginar.







Y allí estamos los dos, radiantes, no habrá podium esa mañana, pero no hemos de olvidar que el ego siempre tiene hambre, está mal acostumbrado a nuestro alimento; a cambio de ese ayuno obtenemos un sentimiento: estamos haciendo lo que más nos gusta, para hablar con propiedad tendría que utilizar el pretérito, "estábamos haciendo lo que más nos gustaba". 

Hay que esperar a que salga la segunda paella, la primera ya se la ventilaron los más rápidos y ¡vaya si merece la pena aguardar!, pocos ingredientes, mucha sabiduría, un poco de cariño y ya está: ¡paella valenciana!; el solecito pica más de la cuenta dada la época del año en la que nos encontramos, pero se agradece, y llega el momento de pensar en regresar al hogar, aunque en el fondo sintamos que allí, a doscientos y pico kilómetros estamos como en casa.


 









Agradecimientos

Si habíamos repetido fue por algo. Hoy siento que tengo el profundo deseo de volver, de regresar a aquella placita, al Bosquet, agarrar aquellas cuerdas, oler bien aquellos pinos. Gracias por carrera tan bien organizada y hecha con tanto esmero. Ahora que ya no tenemos esos privilegios se añoran más vivencias como las que nos ayudasteis a disfrutar.


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