Allá por donde piso oigo
a la tierra decir que estoy llegando, y en mi avance, zancada tras zancada, hago temblar el
subsuelo alarmando a los pequeños habitantes de sus cavernas. El agua que
salpico moja el aire que se siente intimidado por
mi osadía y no hallo piedra ni rincón en mi tránsito que no murmulle al verme
aparecer o que no curioseé por el motivo de mi visita. Cada gramo de hierba que aplasto, cada hormiga que desoriento se involucran en mi empresa y hasta las liebres me imitan con sus saltos huyendo despavoridas ante tan
hostil intromisión. Veo levantar el vuelo de toda clase de pájaros que ajenos
a mi presencia descansaban en las ramas, obligados a dejar sus hogares transitorios. Incluso el sol echa horas extras sobre mi piel cuando la expongo como
ofrenda por aquellos que vinimos para quedarnos eternamente, hasta que un día
aprendimos lo importante: que solo somos invitados durante un suspiro.
No encuentro forma más
perfecta de fundirme con el resto. No obtengo una manera más natural de expresar
que estoy vivo. Y si algún día no tuve nada que decir fue porque me
creí inmortal y mi soberbia me dijo que en lo inerte de los inventos que hemos creado estaba la llave de mi destino. Ya lo he aprendido
hasta grabarse en mi esencia: no soy nada, sólo una parte infinitesimal de un
gran todo; mi misión es el movimiento hasta que no pueda cumplir mi cometido.
Llegado ese momento, me tendré que conformar con sentir a través de mis
sueños, dando carreras allá por donde mi imaginación me lleve, no parando de
comunicar que sigo aquí girando dentro de esta infinita y misteriosa rueda que es el
universo.
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