El cielo me invita y yo acepto agradecido, así que me pierdo en el firmamento abarrotado de estrellas, que está ahí expuesto solo para mi en un derroche sobrenatural de generosidad. Me abstraigo buscando la que más brilla, hasta que el tiempo se detiene, y por un momento dejo de existir; no..., no entro en un sueño, simplemente desaparezco. Regreso un rato más tarde y tomo conciencia otra vez de ese fabuloso tapiz de luces. Ahora quiero poner a trabajar otros sentidos por lo que afino el oído y descubro que puedo percibir el sonido del agua cayendo en cascada no muy lejos de mi. El olfato nunca ha sido mi fuerte pero si me esmero puedo oler la amalgama de aromas que ofrece aquel maravilloso paraje: indudablemente reconozco el olor a pino, juraría que distingo también el romero y el tomillo, pero no voy tan lejos, si apunto bien mi nariz la hierba me ofrece un manjar intenso que sabe a tierra mojada. Llegado el momento trato de comunicarme con esas sombras; sé que esos altos espectadores que me rodean no son más que sinceros árboles que encierran tras de si una historia que trasciende a mi corta vida; esa historia jamás contada se une al misterio de la noche que pretende robarme los colores del maravilloso espectáculo que contemplo.
En ese lapso de tiempo he olvidado cuánto me pesa el cuerpo, pero caigo en el hecho de que si unos kilómetros antes hubiese atendido la llamada de la tentación, nunca jamás habría vivido este momento. Esta moneda que tengo en mis manos no tiene precio; no la habría cambiado por las mil atenciones de la gente de la organización, ni por el caldo calentito ni por el dulce y ansiado reposo entre las sábanas blancas de la cama del hotel que me espera. Estoy tan agradecido que no soy capaz de hallar nada negativo ni buscando en lo recóndito de mi pasado.
Cada pocos minutos veo el movimiento nervioso de alguna luz, al ritmo acompasado del corredor que la porta, a veces andando y otras corriendo; la mayoría ni me ven, algunos saludan, y unos pocos hasta preguntan si me encuentro bien, supongo que por verme tumbado en la hierba, aquí bocarriba, aunque también entienden que mi pose no indica petición de auxilio ni nada alarmante, sino más bien regocijo y siguen con lo suyo, que bastante tienen. Pasan más minutos y mi GPS avanza al compás del tiempo a la que vez que sigue anclado en este punto concreto del universo. Soy tan feliz que desconectaría el aparato y me quedaría así indefinidamente, aunque sé que esto es sólo un deseo, y que el placer sabe ser efímero, así que antes de que muten mis emociones hago un primer intento de levantarme, pero las piernas me fallan; necesito hasta tres tentativas para lograr incorporarme. Me cuelgo la mochila y la ajusto todo lo mejor que puedo; ahora toca pensarme el hecho de que tengo que iniciar la carrera; sé que costará, pero estoy seguro de que lo haré, recorreré los 20 kilómetros que aún quedan por delante. Echo a correr, y duele, es casi un dolor dulce; ya no me preocupa llegar a meta, en realidad ya no me preocupa nada..
Buena e intima entrada, la carrera de la vida es larga, intensa y compleja, a veces no tenemos claros cuales son los objetivos, aunque seguimos con la carrera, pero un alto en el camino nos permite el reecontrarnos y fijar o redefinir los objetivos, reanudando la carrera, con mayor determinación.
ResponderEliminarSaludos, Emilio.
Gracias Emilio,
EliminarMe gustaría vivir la experiencia del personaje de mi relato. Ya veremos si tengo oportunidad en la Madrid-Segovia