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miércoles, 24 de julio de 2013

MI MARATÓN SOÑADA



El preámbulo de la vida

El pulso se me acelera cuando por fin llega el momento que tanto he estado esperando. El speaker comienza la cuenta atrás y en la pantalla puedo ver la marea de nerviosos corredores dispuestos a iniciar esa nueva y emocionante aventura. En ese momento me llega la imagen de mi padre,  no puedo evitar pensar cómo se fue de mi vida, pero me propongo recordarlo hoy y sentirlo cerca de mi. No hay tiempo para más porque el pistoletazo sorprende a mis piernas adormecidas que contrastan en su letargo con la actividad que se mueve en mi cabeza. Echo a correr, sé que esta va a ser mi carrera; intuyo que algo importante va a ocurrir. Pego codazos, me abro paso entre mis locos semejantes, busco mi ritmo hasta que las pulsaciones se estabilizan tras cruzar el primer kilómetro. Ahora, ya más tranquilo, me pongo tras la estela de un grupo de tres maratonianos que llevan una zancada constante y dejo que marquen mi cadencia; de nuevo pienso en mi padre, en cómo me hizo adicto a esta droga que hoy ando metiendo en las venas. Recuerdo aquellas mañanas siendo muy niño, el olor a hierba, a verano, huelo a café recién hecho al llegar totalmente exhausto a casa tras correr con él; surgen imágenes... le veo apretando los dientes llegando a meta  en no se sabe bien qué pueblo; por último siento, como si de pellizcos se trataran, las sensaciones de aquella maratón que compartimos los dos hace algunos años. Mi mente en su quehacer ha engañado a mi GPS, de forma que cuando regreso a la prueba ya voy por el kilómetro 5. No he sido consciente de que he dejado atrás al grupo del cual iba aprovechando su rebufo.  

Sólo entiendo la vida 

Las piernas van solas, no cuesta engranar la maquinaria y me sorprendo con una sensación parecida a la que debe sentirse cuando uno flota: ¡estoy volando!. No recuerdo haber experimentado nada igual en los muchos años que llevo en esto del running, por lo que me lo tomo como un premio. Los kilómetros avanzan y el ritmo que llevo es increíble, una grata sorpresa. En el paso por el 10 voy 3 minutos por debajo de la marca planificada y aún así no siento que vaya forzado, todo fluye con facilidad, con sencillez. Ahora hay una larga avenida, que tiende a ser cuesta abajo y desconecto de nuevo: veo a mi padre en aquella habitación de paredes blancas, con cama blanca, silla blanca y aparatos blancos. Está sentado sobre un sillón del único color que podría tener aquella deprimente habitación de hospital. Me brinda una sonrisa, pero tras su cara no puede ocultar su cansancio, se está despidiendo. Cuesta entender como alguien tan vital, tan activo, que ha dado dos vueltas al mundo sumando los kilómetros que ha hecho sobre sus zapatillas, se ve tan frágil y tan expuesto a quebrarse, pero la evidencia me dice que ese es su final, está a punto de alcanzar su particular meta, la de su última maratón. Aún así, sabe que ese momento es como uno de aquellos entrenamientos en los que trataba de inspirarme coraje y fortaleza; pero en esta ocasión su afán es ocultarme sus propios miedos, el temor de un anciano que no sabe qué va a ser de él.

Regreso a mi carrera, se me han ido dos avenidas y 11 kilómetros por el camino sin prácticamente darme cuenta. Noto que mis pensamientos me han traído dos sentimientos contrapuestos: tristeza e ira. La tristeza es el resultado lógico por el recuerdo de la pérdida y la ira es la consecuencia de ser incapaz de entender por qué nos vamos. Este último río de incomprensión e impotencia aligera aún más mis piernas, aumento la velocidad y ello no le cuesta a mi cuerpo; justo cuando paso por la media maratón a un ritmo para el cual no estoy preparado, vuelvo a mirar mis tiempos: siete minutos más rápido de lo previsto y un minuto más rápido que mi mejor marca en esa distancia. Sé que lo que estoy haciendo es una locura, pero no puedo parar, adelanto a corredores que me miran sorprendidos por la diferencia de ritmo y en el paso por el 25 alguien me dice que voy el 101, lo cual me parece casi una broma, porque en una maratón tan masificada y de tanto nivel, esa posición tiene doble valor añadido.

Los otros en mi carrera

No puedo evitar desconectar de nuevo, ahora cogemos un largo paseo marítimo donde el olor a mar y la brisa pasan desapercibidas para mis sentidos; ya no estoy allí, ahora estoy compitiendo en algún sitio, recuerdo dónde es, no he olvidado los detalles..., veo a mi mujer con su cara paciente y dulce, luce una prominente barriga ya que está de 7 meses, pero aún así aguanta de pie una maratón entera para ver a su marido hacer lo que más le gusta. Llego a meta con el estómago del revés, ella se acerca para preguntarme cómo estoy pero me encuentro tan mal que no le contesto, tan sólo vomito y vomito. La tengo a mi lado, está conmigo, pero yo no estoy con ella, sólo estoy con mis carreras, con mis resultados, con mis rendimientos... Entre tanto vuelvo, paso por el 30, y sigo adelantando gente, todos más jóvenes que yo. Cuando miro el aparato no puedo creer lo que veo reflejado: mejoro en 15 minutos mi mejor tiempo, que debe ser de cuando tenía veinte años menos. Estoy corriendo con lágrimas en los ojos y las piernas se abren camino ahora sobre el asfalto que se extiende por una larga cuesta tendida. Pero no siento ningún tipo de dolor, apenas hallo resistencia por la pendiente, crezco zancada a zancada sintiendo como si estuviera haciendo lo último que tuviese que realizar en esta que es mi vida.

Cierro los ojos y vuelvo a recordar; ahora veo a una niña alta y delgada con pantalones cortos, corriendo en el parque, yo la arengo para que aumente el ritmo pero ella no me hace caso; es demasiado rebelde como para dejarse llevar por mis indicaciones. Aún así se le ve tan especial que siento que no puedo moldearla, no puedo hacer de ella una atleta si ella lo único que quiere ser es un espíritu libre, y por eso corre, por sentir la tierra, los árboles, el viento, no por mejorar registros... Veo la marca de los 35 pero apenas siento pesadez o cansancio; el ritmo endiablado es como un aliado que no quiere abandonarme en esta batalla que libramos hoy. Cuando reviso el reloj ya no puedo ni sorprenderme, me he quedado sin la capacidad de sorpresa. A 100 metros por delante veo un corredor al que no le echo más de 30 años, esbelto, delgado, pero que está sufriendo. Aumento un poco más mi ritmo, me voy acercando hasta que lo fagocito. Cuando me ve pasar se queda boquiabierto y me pregunto que ha visto que le cause ese sentimiento.

La soledad en mi vida

Alguien grita que voy en la posición 19, lo cual me suena a chiste, ...no sé si creérmelo, ¿a tantos he adelantado?. Estoy seguro de que debo ir el primero de mi categoría, la de mayores de 50, y eso provoca en mi una subida de adrenalina que hace que vuelva a aumentar el ritmo un poco más. Pero paralelamente vienen nuevas imágenes, son las de un par de maletas, las dos mujeres de mi vida se van, la puerta está abierta, pero pronto la cerraré separándome para siempre de todo lo que verdaderamente amo. Hay una frase que me está llegando, está contenida, proviene de sus labios, está a punto de salir de su boca, cuando lo haga me sentiré solo, sin nadie; finalmente las palabras transitan por el aire: "quédate con tus maratones, a nosotras no nos necesitas". Regreso de nuevo a la carrera, me siento mal, estoy hundido, pero sólo moralmente, porque mis piernas no han dejado de adelantar corredores. Paso por el 40 y trato de curar el mal de mi alma haciendo los dos últimos kilómetros más rápidos de mi vida, así que me muerdo los labios, me clavo las uñas de las manos en las palmas, avanzo y avanzo. Las calles se estrechan, estamos en el centro, la gente grita, anima sin parar, el ruido hace que todo parezca extraño. Creo que me animan para que cace más competidores, para que culmine la gesta más grande que jamás he conseguido. Últimos mil metros y a unos 150 veo tres corredores que son mi último objetivo. Por primera vez las piernas me arden por el esfuerzo pero voy viendo sus siluetas cada vez más grandes y más claras, hasta que los alcanzo pasando sin mirar atrás camino de la meta que está ya a la vista. Debo estar terminando entre los 10 primeros; el speaker, el mismo que nos dio la salida, me nombra sorprendido, dice algo así como mi crono es algo inesperado, que soy un desconocido, y pienso que lleva razón, soy un desconocido incluso para mi mismo. En los últimos 100 metros toda mi vida pasa rápidamente y al cruzar la meta siento que he hecho todo lo que había venido a hacer en este mundo. Alguien de la organización me dice que he sido el octavo, primero de mi categoría, me arropa con una manta térmica y es entonces cuando la vista se me nubla, mi mente decide irse, mi corazón deja de latir, porque siente que ya he completado mi misión, ...es ahí donde termina todo.

No estoy solo

...En la sala blanca, de máquinas blancas y paredes blancas, hay un hombre de cincuenta y tantos al que tras luchar varios meses contra el cáncer le ha llegado su hora. Los médicos tratan de traerlo de nuevo a la vida, pero sus esfuerzos serán en vano. Hay una chica cabizbaja y una mujer madura se echa las manos a la boca tratando de contener el llanto.

Unos minutos antes habían estado las dos recordando viejas historias de cuando los tres eran una familia, mientras lo contemplaban ahí postrado. Le habían observado muecas como si sonriese, también como movía los párpados y le habían preguntado al doctor si estos gestos eran normales; éste les había dicho que estaba sedado, no sentía dolor; lo más probable es que ya no despertara, estando inmerso en un estadio profundo del subconsciente. La chica joven deseó en ese momento que su padre estuviera soñando, su último sueño, y que lo hiciera reviviendo su pasión, una maratón, su maratón soñada.



6 comentarios:

  1. Buenos días Javier.
    Solo acierto a escribir, que el relato me ha emocionado, ¡enhorabuena!.

    Saludos, Emilio.

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    1. Gracias Emilio, anoche me costó conciliar el sueño y este fue el resultado

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  2. Un relato muy emotivo, me ha encantado, felicidades.

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  3. Respuestas
    1. Gracias Gregorio. Es un viejo relato que escribí hace un par de años. Tengo varios en el blog pero he perdido la costumbre, o quizá la falta de tiempo

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