Corre una brisa fría impropia de esta época del año en la latitud en la que estamos. y aún así las gotas de sudor resbalan por mi cara, sin duda fruto de los nervios y por mis piernas sube un cosquilleo que identifico: me hierve la sangre esperando el momento ansiado, un poco tarde pero aquí está.. El pebetero se alza majestuoso y contemplándolo me cuesta creer donde me encuentro y el camino que he tenido que recorrer para legar hasta aquí; se trata de un bonito sueño, pero a su vez es real. Una de las contrincantes me mira desafiante pero no me importan mis rivales, tan sólo pienso en mi padre: quizá no pueda verme desde otra dimensión pero esta carrera la haré por y para él. De forma premeditada cierro los ojos y busco en mis recuerdos para hallar esas imágenes que me motivan en los momentos importantes: tengo 7 añitos y también es septiembre, el gran acueducto romano me intimida con su presencia y esperamos pacientea al lado del arco de meta de los 102 kilómetros de la Madrid-Segovia. Estoy cansada de tanto esperar pero no quiero que mamá se dé cuenta por que no quiero que diga que soy que soy muy blandita; la realidad es que llevamos todo el día yendo de pueblo en pueblo siguiendo a mi padre por el recorrido de la prueba...Entonces mi madre grita ¡Es Papá, ya viene!, y a lo lejos se vislumbra su delgada silueta y su gorra del Sáhara; va con otro corredor en paralelo y percibo que cojea; cuando cruzan la meta agarrados de la mano la cara de papá va adornada de una gran sonrisa y algunas lágrimas en sus ojos, y todo esto ocurre en un constante vitoreo por parte del público que les jalea y los trata como auténticos héroes, no en vano han estado más de 11 horas corriendo para realizar esa increible distancia. Mi recuerdo siempre termina con la visión de ellos dos fundidos en un abrazo y en ese momento decidí y siempre decido que lo que quiero hacer en esta vida es correr tal y como hace él. Ese es Juan, el acompañante de papá y en ese momento entró en nuestras vidas... Abro los ojos y busco entre el público a mi niño, a Raúl, mi marido, a Juan, el padre de Raúl y mamá, por supuesto. Cuando los encuentro entre la muchedumbre agito la mano saludándoles y les envío un beso. Esto ya va a empezar, ¡ya era hora!.
Los recuerdos no se almacenan en el cerebro, eso lo sé desde que sólo cuento con alma. Sin embargo el tiempo no existe allá donde hábito; en su lugar se percibe una línea discontinua sin principio ni final. Ha aparecido esa materia y el color lo inunda todo: mi hija envia un beso y siento la emoción y el orgullo en ellos, pero alrededor sólo hay vacío, un colorido vacío. Pronto la línea desaparecerá y me iré con ella hasta que de nuevo la paz se rompa y aparezcan nuevamente los colores. Puedo recordar... los recuerdos son plenos, completos....años atrás...siento que la rodilla me hierve, no me deja ni andar; estaba disfrutando acumulando kilómetros y kilómetros sintiéndome cada vez mejor: el 30, el 40, el 50, adelantando corredores y bajando mi media. En Cercedilla apenas paré, lo justo para dar un abrazo a mi mujer y mis niños, comer algo rápido y salir "pitando" evitando enfriarme. En la cuesta hasta la Fuenfría apenas necesité parar y adelanté a mucha gente que iba andando; sin embargo, cuando al comenzar la cuesta abajo he notado ese dolor punzante que bien conozco. Paro y trato de que la desesperación no me impida pensar, quedan unos 15 kilómetros pero me veo incapaz de recorrerlos. Sin embargo aparece Juan que se detiene y se interesa por mi; entrado en los cuarenta, como yo, derrocha amabilidad y optimismo. La segunda frase que me dice es "no te preocupes, esta prueba las vamos a terminar juntos", y yo por fuera me muestro excéptico, pero por dentro me siento más tranquilo y ya no me encuentro solo. Se saca una pastilla de su mochila, doble ración de paracetamol, ese que estaba echando de menos y que por las prisas me había dejado olvidado en el hotel. Comenzamos a avanzar, al principio andando, hablamos y hablamos, me cuenta su vida, y yo la mía, cuando menos me espero estoy corriendo y no me duele la pierna, al menos no mucho; los kilómetros vuelven a correr con nosotros, llegamos a La Cruz y ya no pienso en retirarme, tan sólo doy gracias porque ese hombre es una bendición caída del cielo; seguimos charlando y corriendo ahora a buen ritmo hasta tal punto que vamos adelantando gente y más gente; pronto los edificios de Segovia se van haciendo más grandes hasta estar junto a nosotros. Entramos en las calles cuando todavía la noche no ha comenzado a volcar sus sombras y la gente nos anima de forma que siento la adrenalina en forma de subidón, con escalofrío incluido. Pienso en mi mujer y en mis hijos y me cuesta no comenzar a llorar; giramos hasta la última recta y al fondo está el Acueducto y sé que ese es mi momento, quizá también el de Juan. Cruzamos la meta cogidos de la mano y nos fundimos en un abrazo sincero...Tercero y cuarto de la misma categoría, pero tenemos un problema: ninguno de los dos quiere que el otro sea cuarto, así que la organización, ante tal rechazo decide darnos dos medallas, y la línea desaparece...
Juan se desespera; se despitó a la hora de inscribirse en la Madrid-Segovia y está en lista de espera. A unos días del evento siento que se lo va a perder después de haberle dedicado tantas horas y tanta ilusión. Llamó infinidad de veces a la organización pero ya ha perdido la esperanza. Es lunes por la mañana y lleva a su hijo Raúl al colegio cuando suena el móvil, pero no lo tiene a mano, la melodía se repite varias veces, ¿dónde demonios está?,...abre el compartimento central y allí se encuentra, pero ya ha dejado de sonar. Hace la rellamada pero comunica. Tras dejar al niño lo vuelve a intentar y nada, sigue comunicando, piensa que no deber ser nada demasiado importante y desiste. Ya hacia el trabajo sus ojos se centran en un cartel en la autovía: es de un delgado corredor con una gorra del desierto que se dirige hacia un horizonte naranja. Entonces aparca rápidamente movido por un presentimiento, lleno de impaciencia vuelve a rellamar, una, dos, tres veces, comunicando..., pero a la cuarta le cogen el teléfono...esa llamada bien valen 102 kilómetros
Estoy muy orgullosa, justo cuando suena el pistoletazo es cuando el esfuerzo y el tesón de mi hija se cobran su premio, fueron duros todos estos años sobre todo desde que su padre se nos fue, pero como todo en esta vida, a cada peso corresponde un contrapeso y viendo la gente levantada aplaudiendo, gritando, arengando, pienso en aquello que él solía decirle para frenar su ímpetu: "regula, regula, por Dios, no gastes más energía de la necesaria al principio, que una maratón es muy larga"....y espero que recuerdes en este momento su consejo
Las paellas de Juan son exquisitas, tanto que invitan a repetir. Va a costar hacer la digestión aunque tras la siesta saldremos a realizar una tiradilla. Miro a mi campeona, ya no habrá más maratones competitivas, auque seguro que sí carreras populares; no podrá colgar en la pared una medalla que diga "El Cairo 2040", pero estuvo allí y 02:26 no está al alcance de cualquier mujer de 33 años. Miro a Raúl y luego miro al peque que se mueve en el patio tras una pelota, para comprobar que corre como tú; no cabe duda de que los genes han pasado del abuelo al nieto sin dejar ni rastro en la generación intermedia. Ya al atardecer hacemos lo que más nos gusta: salir a correr. La verdad es que cuesta cada vez más con los años pero quizá se disfruta el doble porque los aromas del campo son más intensos cuando sabes que pronto ya no podrás olerlos. Delante de mi sobrevuela una mariposa que quizá con su suave aletear esté provocando un terremoto en el otro extremo del mundo; eso dicen; yo me quedo con un efecto que sí he experimentado, lo llamo "el efecto Juan" y consiste en que un buen acto en una carrera de hace 40 años cambió nuestras vidas.
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